Frutos del Espíritu Santo
Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Ga 5, 22-23, vulg.).
(Fuente: Catecismo de la Iglesia Católica, # 1832)
Los 12 frutos del Espíritu Santo
Caridad
Gozo
Paz
Paciencia
Longanimidad
Bondad
Benignidad
Mansedumbre
Fidelidad
Modestia
Continencia
Castidad
“El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley”. (Gálatas 5, 22-23)
Cuando el Espíritu opera libremente en el alma, vence la debilidad de la carne y da fruto.
“Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26, 41)
Obras de la carne: Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, rivalidades, violencias, ambiciones, discordias, sectarismo, disensiones, envidias, ebriedades, orgías y todos los excesos de esta naturaleza. (Gálatas 5, 19)
Naturaleza de los frutos Espíritu Santo y la Santificación
Al principio nos cuesta mucho ejercer las virtudes. Pero si perseveramos dóciles al Espíritu Santo, Su acción en nosotros hará cada vez más fácil ejercerlas, hasta que se llegan a ejercer con gusto. Las virtudes serán entonces inspiradas por el Espíritu Santo y se llaman frutos del Espíritu Santo.
Cuando el alma, con fervor y dócil a la acción del Espíritu Santo, se ejercita en la práctica de las virtudes, va adquiriendo facilidad en ello. Ya no se sienten las repugnancias que se sentían al principio. Ya no es preciso combatir ni hacerse violencia. Se hace con gusto lo que antes se hacía con sacrificio.
Les sucede a las virtudes lo mismo que a los árboles: los frutos de éstos, cuando están maduros, ya no son agrios, sino dulces y de agradable sabor. Lo mismo los actos de las virtudes, cuando han llegado a su madurez, se hacen con agrado y se les encuentra un gusto delicioso. Entonces estos actos de virtud inspirados por el Espíritu Santo se llaman frutos del Espíritu Santo, y ciertas virtudes los producen con tal perfección y tal suavidad que se los llama bienaventuranzas, porque hacen que Dios posea al alma plenamente.
La Felicidad
Cuanto más se apodera Dios de un alma más la santifica; y cuanta más santa sea, más feliz es. Seremos más felices a medida que nuestra naturaleza va siendo curada de su corrupción. Entonces se poseen las virtudes como naturalmente.
Los que buscan la perfección por el camino de prácticas y actos metódicos, sin abandonarse enteramente a la dirección del Espíritu Santo, no alcanzarán nunca esta dulzura. Por eso, sienten siempre dificultades y repugnancias: combaten continuamente y a veces son vencidos y cometen faltas. En cambio, los que, orientados por el Espíritu Santo, van por el camino del simple recogimiento, practican el bien con un fervor y una alegría digna del Espíritu Santo, y sin lucha, obtienen gloriosas victorias, o si es necesario luchar, lo hacen con gusto. De lo que se sigue, que las almas tibias tienen doble dificultad en la práctica de la virtud que las fervorosas que se entregan de buena gana y sin reserva. Porque éstas tienen la alegría del Espíritu Santo que todo se lo hace fácil, y aquéllas tienen pasiones que combatir y sienten las debilidades de la naturaleza que impiden las dulzuras de la virtud y hacen los actos difíciles e imperfectos.
La Comunión frecuente perfecciona las virtudes y abre el corazón para recibir los frutos del Espíritu Santo porque nuestro Señor, al unir su Cuerpo al nuestro y su Alma a la nuestra, quema y consume en nosotros las semillas de los vicios y nos comunica poco a poco sus divinas perfecciones, según nuestra disposición y como le dejemos obrar. Por ejemplo: encuentra en nosotros el recuerdo de un disgusto, que aunque ya pasó, ha dejado en nuestro espíritu y en nuestro corazón una impresión, que queda como simiente de pesar y cuyos efectos sentimos en muchas ocasiones. ¿Qué hace nuestro Señor? Borra el recuerdo y la imagen de ese descontento, destruye la impresión que se había grabado en nuestras potencias y ahoga completamente esta semilla de pecados, poniendo en su lugar los frutos de caridad, de gozo, de paz y de paciencia. Arranca de la misma manera las raíces de cólera, de intemperancia y de los demás defectos, comunicándonos las virtudes y sus frutos.
Los 12 Frutos del Espíritu Santo
Los tres primeros frutos del Espíritu Santo son la caridad, el gozo y la paz, que pertenecen especialmente al Espíritu Santo.
La caridad, porque es el amor del Padre y del Hijo.
El gozo, porque está presente al Padre y al Hijo y es como el complemento de su bienaventuranza.
La paz, porque es el lazo que une al Padre y al Hijo.
Estos tres frutos están unidos y se derivan naturalmente uno del otro.
La caridad o el amor ferviente nos da la posesión de Dios.
El gozo nace de la posesión de Dios, que no es otra cosa que el reposo y el contento que se encuentra en el goce del bien poseído.
La paz que, según San Agustín; es la tranquilidad en el orden. Mantiene al alma en la posesión de la alegría contra todo lo que es opuesto. Excluye toda clase de turbación y de temor.
La Santidad y la Caridad valen más que todo
La caridad es el primero entre los frutos del Espíritu Santo, porque es el que más se parece al Espíritu Santo, que es el amor personal, y por consiguiente el que más nos acerca a la verdadera y eterna felicidad y el que nos da un goce más sólido y una paz más profunda. Dad a un hombre el imperio del universo con la autoridad más absoluta que sea posible; haced que posea todas las riquezas, todos los honores, todos los placeres que se puedan desear; dadle la sabiduría más completa que se pueda imaginar; que sea otro Salomón y más que Salomón, que no ignore nada de toda lo que una inteligencia pueda saber; añadidle el poder de hacer milagros: que detenga al sol, que divida los mares, que resucite los muertos, que participe del poder de Dios en grado tan eminente como queráis, que tenga además el don de profecía, de discernimiento de espíritus y el conocimiento interior de los corazones. El menor grado de santidad que pueda tener este hombre, el menor acto de caridad que haga, valdrá mucho más que todo eso, porque lo acercan al Supremo bien y le dan una personalidad más excelente que todas esas otras ventajas si las tuviera; y esto, por dos razones:
Porque participar de la santidad de Dios, es participar de todo lo más importante, por decirlo así, que hay en Él. Los demás atributos de Dios, como la ciencia, el poder, pueden ser comunicados a los hombres de tal manera que les sean naturales. Únicamente la santidad no puede serles nunca natural (sino por gracia).
Porque la santidad y la felicidad son como dos hermanas inseparables, y porque Dios no se da ni se une más que a las almas santas, y no a las que sin poseer la santidad, poseen la ciencia, el poder y todas las demás perfecciones imaginables.
Por lo tanto, el grado más pequeño de santidad o la menor acción que la aumente, es preferible, a los cetros y coronas. De lo que se deduce que perdiendo cada día tantas ocasiones de hacer actos sobrenaturales, perdemos incontables felicidades, casi imposibles de reparar.
No podemos encontrar en las criaturas el gozo y la paz,
que son frutos del Espíritu Santo, por dos razones.
Porque únicamente la posesión de Dios nos afianza contra las turbaciones y temores, mientras que la posesión de las criaturas causa mil inquietudes y mil preocupaciones. Quien posee a Dios no se inquieta por nada, porque Dios lo es todo para él, y todo lo demás sólo vale en relación a Él y según Él lo disponga.
Porque ninguno de los bienes terrenos nos puede satisfacer ni contentar plenamente. Vaciad el mar y a continuación, echad en él una gota de agua: ¿llenaría este vacío inmenso? Todas las criaturas son limitadas y no pueden satisfacer el deseo del alma por Dios. La paz hace que Dios reine en el alma y que solamente Él sea el dueño. La paz mantiene al alma en la perfecta dependencia de Dios. Por la gracia santificante, Dios se hace en el alma como una fortaleza donde habita. Por la paz se apodera de todas las facultades, fortificándolas tan poderosamente que las criaturas ya no pueden llegar a turbarlas. Dios ocupa todo el interior. Por eso, los santos están tan unidos a Dios, lo mismo en la oración que en la acción, y los acontecimientos más desagradables no consiguen turbarlos.
De los frutos de Paciencia y Mansedumbre
Paciencia modera la tristeza
Mansedumbre modera la cólera
Los frutos anteriores disponen al alma a la paciencia, mansedumbre y moderación. Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y de la virtud de la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta impetuosa para rechazar el mal presente. El esfuerzo por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes requiere un combate que requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios. Pero cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar tristeza. Así los mártires se regocijaban con la noticia de las persecuciones y a la vista de los suplicios. Cuando la paz está bien asentada en el corazón, no le cuesta a la mansedumbre reprimir los movimientos de cólera; el alma sigue en la misma postura, sin perder nunca su tranquilidad. Porque al tomar el Espíritu Santo posesión de todas sus facultades y residir en ellas, aleja la tristeza o no permite que le haga impresión y hasta el mismo demonio teme a esta alma.
De los frutos de Bondad y Benignidad
Estos dos frutos miran al bien del prójimo.
La Bondad y la inclinación que lleva a ocuparse de los demás y a que participen de lo que uno tiene.
La Benignidad. No tenemos en nuestro idioma la palabra que exprese propiamente el significado de benignitas. La palabra benignidad se usa únicamente para significar dulzura y esta clase de dulzura consiste en tratar a los demás con gusto, cordialmente, con alegría, sin sentir la dificultad que sienten los que tienen la benignidad sólo en calidad de virtud y no como fruto del Espíritu Santo.
Del fruto de Longanimidad (perseverancia)
La longanimidad o perseverancia nos ayudan a mantenernos fieles al Señor a largo plazo. Impide el aburrimiento y la pena que provienen del deseo del bien que se espera, o de la lentitud y duración del bien que se hace, o del mal que se sufre y no de la grandeza de la cosa misma o de las demás circunstancias. La longanimidad hace, por ejemplo, que al final de un año consagrado a la virtud seamos más fervorosos que al principio.
Del fruto de la Fe
La fe como fruto del Espíritu Santo, es cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto a las materias de la fe.
Para esto debemos tener en la voluntad un piadoso afecto que incline al entendimiento a creer, sin vacilar, lo que se propone. Por no poseer este piadoso afecto, muchos, aunque convencidos por los milagros de nuestro Señor, no creyeron en Él, porque tenían el entendimiento oscurecido y cegado por la malicia de su voluntad. Lo que les sucedió a ellos respecto a la esencia de la fe, nos sucede con frecuencia a nosotros en lo tocante a la perfección de la fe, es decir, de las cosas que la pueden perfeccionar y que son la consecuencia de las verdades que nos hace creer.
No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar conclusiones y responder coherentemente. Por ejemplo, la fe nos dice que nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos. De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo a menudo en la santa Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto el principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades.
Pero cuando nuestro corazón está dominado por otros intereses y afectos, nuestra voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Hacemos una dicotomía entre la “vida espiritual” (algo sólo mental) y nuestra “vida real” (lo que domina el corazón y la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los afectos piadosos. Si nuestra voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y perfecta.
De los frutos de Modestia, Templanza y Castidad
La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente y, además, dispone todos los movimientos interiores del alma, como en la presencia de Dios. Nuestro espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando para todos lados, apegándose a toda clase de objetos y charlando sin cesar. La modestia lo detiene, lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser la mansión y el Reino de Dios: el don de presencia de Dios. Sigue rápidamente al fruto de modestia, y ésta es, respecto a aquella, lo que era el rocío respecto al maná. La presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios, y darse cuenta de todos sus movimientos interiores, y de todo lo que pasa en ella con más claridad de lo que vemos los colores a la luz del mediodía.
La modestia nos es completamente necesaria, porque la inmodestia, que en sí parece poca cosa, no obstante es muy considerable en sus consecuencias y no es pequeña señal en un espíritu poco religioso.
Las virtudes de templanza y castidad atañen a los placeres del cuerpo, reprimiendo los ilícitos y moderando los permitidos.
La templanza refrena la desordenada afición de comer y de beber, impidiendo los excesos que pudieran cometerse.
La castidad regula o cercena el uso de los placeres de la carne.
Mas los frutos de templanza y castidad desprenden de tal manera al alma del amor a su cuerpo, que ya casi no siente tentaciones y lo mantienen sin trabajo en perfecta sumisión.
El Espíritu Santo actúa siempre para un fin: nuestra santificación que es la comunión con Dios y el prójimo por el amor.
Los 12 frutos del Espíritu Santo:
Caridad | Gozo | Paz | Paciencia | Mansedumbre | Bondad | Benignidad | Longanimidad | Fe | Modestia | Templanza | Castidad Ver abajo: 12 frutos
"El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley." -Gálatas 5:22-23
Cuando el Espíritu Santo da su frutos en el alma, vence las tendencias de la carne.
Cuando el Espíritu opera libremente en el alma, vence la debilidad de la carne y da fruto.
"Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil" Mateo 26:41
Obras de la carne: Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, rivalidades, violencias, ambiciones, discordias, sectarismo, disensiones, envidias, ebriedades, orgías y todos los excesos de esta naturaleza. (Gálatas 5, 19)
Naturaleza de los frutos Espíritu Santo y la santificación
Al principio nos cuesta mucho ejercer las virtudes. Pero si perseveramos dóciles al Espíritu Santo, Su acción en nosotros hará cada vez mas fácil ejercerlas, hasta que se llegan a ejercer con gusto. Las virtudes serán entonces inspiradas por el Espíritu Santo y se llaman frutos del Espíritu Santo.
Cuando el alma, con fervor y dócil a la acción del Espíritu Santo, se ejercita en la práctica de las virtudes, va adquiriendo facilidad en ello. Ya no se sienten las repugnancias que se sentían al principio. Ya no es preciso combatir ni hacerse violencia. Se hace con gusto lo que antes se hacía con sacrificio.
Les sucede a las virtudes lo mismo que a los árboles: los frutos de éstos, cuando están maduros, ya no son agrios, sino dulces y de agradable sabor. Lo mismo los actos de las virtudes, cuando han llegado a su madurez, se hacen con agrado y se les encuentra un gusto delicioso. Entonces estos actos de virtud inspirados por el Espíritu Santo se llaman frutos del Espíritu Santo, y ciertas virtudes los producen con tal perfección y tal suavidad que se los llama bienaventuranzas, porque hacen que Dios posea al alma planamente.
La Felicidad
Cuanto más se apodera Dios de un alma más la santifica; y cuanto más santa sea, más feliz es.
Seremos mas felices a medida que nuestra naturaleza va siendo curada de su corrupción. Entonces se poseen las virtudes como naturalmente.
Los que buscan la perfección por el camino de prácticas y actos metódicos, sin abandonarse enteramente a la dirección del Espíritu Santo, no alcanzarán nunca esta dulzura. Por eso sienten siempre dificultades y repugnancias: combaten continuamente y a veces son vencidos y cometen faltas. En cambio, los que, orientados por el Espíritu Santo, van por el camino del simple recogimiento, practican el bien con un fervor y una alegría digna del Espíritu Santo, y sin lucha, obtienen gloriosas victorias, o si es necesario luchar, lo hacen con gusto. De lo que se sigue, que las almas tibias tienen doble dificultad en la práctica de la virtud que las fervorosas que se entregan de buena gana y sin reserva. Porque éstas tienen la alegría del Espíritu Santo que todo se lo hace fácil, y aquéllas tienen pasiones que combatir y sienten las debilidades de la naturaleza que impiden las dulzuras de la virtud y hacen los actos difíciles e imperfectos.
La comunión frecuente perfecciona las virtudes y abre el corazón para recibir los frutos del Espíritu Santo porque nuestro Señor, al unir su Cuerpo al nuestro y su Alma a la nuestra, quema y consume en nosotros las semillas de los vicios y nos comunica poco a poco sus divinas perfecciones, según nuestra disposición y como le dejemos obrar. Por ejemplo: encuentra en nosotros el recuerdo de un disgusto, que aunque ya pasó, ha dejado en nuestro espíritu y en nuestro corazón una impresión, que queda como simiente de pesar y cuyos efectos sentimos en muchas ocasiones. ¿Qué hace nuestro Señor? Borra el recuerdo y la imagen de ese descontento, destruye la impresión que se había grabado en nuestras potencias y ahoga completamente esta semilla de pecados, poniendo en su lugar los frutos de caridad, de gozo, de paz y de paciencia. Arranca de la misma manera las raíces de cólera, de intemperancia y de los demás defectos, comunicándonos las virtudes y sus frutos.
Los 12 Frutos del Espíritu Santo
De los frutos de caridad, de gozo y de paz
Ver también caridad, gozo y paz
Los tres primeros frutos del Espíritu Santo son la caridad, el gozo y la paz, que pertenecen especialmente al Espíritu Santo.
-La caridad, porque es el amor del Padre y del Hijo
-El gozo, porque está presente al Padre y al Hijo y es como el complemento de su bienaventuranza.
-La paz, porque es el lazo que une al Padre y al Hijo.
Estos tres frutos están unidos y se derivan naturalmente uno del otro.
-La caridad o el amor ferviente nos da la posesión de Dios
-El gozo nace de la posesión de Dios, que no es otra cosa que el reposo y el contento que se encuentra en el goce del bien poseído.
-La paz que, según San Agustín; es la tranquilidad en el orden. Mantiene al alma en la posesión de la alegría contra todo lo que es opuesto. Excluye toda clase de turbación y de temor.
La santidad y la caridad valen mas que todo
La caridad es el primero entre los frutos del Espíritu Santo, porque es el que más se parece al Espíritu Santo, que es el amor personal, y por consiguiente el que más nos acerca a la verdadera y eterna felicidad y el que nos da un goce más sólido y una paz más profunda. Dad a un hombre el imperio del universo con la autoridad más absoluta que sea posible; haced que posea todas las riquezas, todos los honores, todos los placeres que se puedan desear; dadle la sabiduría más completa que se pueda imaginar; que sea otro Salomón y más que Salomón, que no ignore nada de toda lo que una inteligencia pueda saber; añadidle el poder de hacer milagros: que detenga al sol, que divida los mares, que resucite los muertos, que participe del poder de Dios en grado tan eminente como queráis, que tenga además el don de profecía, de discernimiento de espíritus y el conocimiento interior de los corazones. El menor grado de santidad que pueda tener este hombre, el menor acto de caridad que haga, valdrá mucho más que todo eso, porque lo acercan al Supremo bien y le dan una personalidad más excelente que todas esas otras ventajas si las tuviera; y esto, por dos razones:
1- Porque participar de la santidad de Dios, es participar de todo lo más importante, por decirlo así, que hay en Él. Los demás atributos de Dios, como la ciencia, el poder, pueden ser comunicados a los hombres de tal manera que les sean naturales. Unicamente la santidad no puede serles nunca natural (sino por gracia).
2- Porque la santidad y la felicidad son como dos hermanas inseparables y porque Dios no se da ni se une más que a las almas santas y no a las que sin poseer la santidad, poseen la ciencia, el poder y todas las demás perfecciones imaginables.
Por lo tanto, el grado más pequeño de santidad o la menor acción que la aumente, es preferible, a los cetros y coronas. De lo que se deduce que perdiendo cada día tantas ocasiones de hacer actos sobrenaturales, perdemos incontables felicidades, casi imposibles de reparar.
No podemos encontrar en las criaturas el gozo y la paz, que son frutos del Espíritu Santo, por dos razones.
1- Porque únicamente la posesión de Dios nos afianza contra las turbaciones y temores, mientras que la posesión de las criaturas causa mil inquietudes y mil preocupaciones. Quien posee a Dios no se inquieta por nada, porque Dios lo es todo para él, y todo lo demás solo vale en relación a El y según El lo disponga.
2- Porque ninguno de los bienes terrenos nos puede satisfacer ni contentar plenamente. Vaciad el mar y a continuación, echad en él una gota de agua: ¿llenaría este vacío inmenso? Todas las criaturas son limitadas y no pueden satisfacer el deseo del alma por Dios. La paz hace que Dios reine en el alma y que solamente Él sea el dueño. La paz mantiene al alma en la perfecta dependencia de Dios. Por la gracia santificante, Dios se hace en el alma como una fortaleza donde habita. Por la paz se apodera de todas las facultades, fortificándolas tan poderosamente que las criaturas ya no pueden llegar a turbarlas. Dios ocupa todo el interior. Por eso los santos están tan unidos a Dios lo mismo en la oración que en la acción y los acontecimientos más desagradables no consiguen turbarlos.
De los frutos de Paciencia y Mansedumbre
Ver también: Paciencia y mansedumbre
Paciencia modera la tristeza
Mansedumbre modera la cólera
Los frutos anteriores disponen al alma a la de paciencia, mansedumbre y moderación. Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y de la virtud de la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta impetuosa para rechazar el mal presente. El esfuerzo por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes requiere un combate que requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios. Pero cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar tristeza. Así los mártires se regocijaban con la noticia de las persecuciones y a la vista de los suplicios. Cuando la paz está bien asentada en el corazón, no le cuesta a la mansedumbre reprimir los movimientos de cólera; el alma sigue en la misma postura, sin perder nunca su tranquilidad. Porque al tomar el Espíritu Santo posesión de todas sus facultades y residir en ellas, aleja la tristeza o no permite que le haga impresión y hasta el mismo demonio teme a esta alma.
De los frutos de bondad y benignidad
Ver también: bondad y benignidad
Estos dos frutos miran al bien del prójimo.
La bondad y la inclinación que lleva a ocuparse de los demás y a que participen de lo que uno tiene.
La Benignidad. No tenemos en nuestro idioma la palabra que exprese propiamente el significado de benígnitas. La palabra benignidad se usa únicamente para significar dulzura y esta clase de dulzura consiste en tratar a los demás con gusto, cordialmente, con alegría, sin sentir la dificultad que sienten los que tienen la benignidad sólo en calidad de virtud y no como fruto del Espíritu Santo.
Del fruto de longanimidad(perseverancia)
Ver también longanimidad
La longanimidad o perseverancia nos ayudan a mantenernos fieles al Señor a largo plazo. Impide el aburrimiento y la pena que provienen del deseo del bien que se espera, o de la lentitud y duración del bien que se hace, o del mal que se sufre y no de la grandeza de la cosa misma o de las demás circunstancias. La longanimidad hace, por ejemplo, que al final de un año consagrado a la virtud seamos más fervorosos que al principio.
Del fruto de la fe
Ver también: fe
La fe como fruto del Espíritu Santo, es cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto a las materias de la fe.
Para esto debemos tener en la voluntad un piadoso afecto que incline al entendimiento a creer, sin vacilar, lo que se propone. Por no poseer este piadoso afecto, muchos, aunque convencidos por los milagros de Nuestro Señor, no creyeron en Él, porque tenían el entendimiento oscurecido y cegado por la malicia de su voluntad. Lo que les sucedió a ellos respecto a la esencia de la fe, nos sucede con frecuencia a nosotros en lo tocante a la perfección de la fe, es decir, de las cosas que la pueden perfeccionar y que son la consecuencia de las verdades que nos hace creer.
No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar conclusiones y responder coherentemente.
Por ejemplo, la fe nos dice que Nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos. De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo a menudo en la Santa Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto el principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades.
Pero cuando nuestro corazón esta dominado por otros intereses y afectos, nuestra voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Hacemos una dicotomía entre la "vida espiritual" (algo solo mental) y nuestra "vida real" (lo que domina el corazón y la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los afectos piadosos. Si nuestra voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y perfecta.
De los frutos de Modestia, Templanza y Castidad
Ver también: Modestia, Templanza y Castidad
La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente, y además dispone todos los movimientos interiores del alma, como en la presencia de Dios. Nuestro espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando par todos lados, apegándose a toda clase de objetos y charlando sin cesar. La modestia lo detiene, lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser la mansión y el reino de Dios: el don de presencia de Dios. Sigue rápidamente al fruto de modestia, y ésta es, respecto a aquélla, lo que era el rocío respecto al maná. La presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios y darse cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo que pasa en ella con más claridad que vemos los colores a la luz del mediodía.
La modestia nos es completamente necesaria, porque la inmodestia, que en sí parece poca cosa, no obstante es muy considerable en sus consecuencias y no es pequeña señal en un espíritu poco religioso.
Las virtudes de templanza y castidad atañen a los placeres del cuerpo, reprimiendo los ilícitos y moderando los permitidos.
-La templanza refrena la desordenada afición de comer y de beber, impidiendo los excesos que pudieran cometerse
-La castidad regula o cercena el uso de los placeres de la carne.
Mas los frutos de templanza y castidad desprenden de tal manera al alma del amor a su cuerpo, que ya casi no siente tentaciones y lo mantienen sin trabajo en perfecta sumisión.
El Espíritu Santo actúa siempre para un fin: nuestra santificación que es la comunión con Dios y el prójimo por el amor.
AMOR: el fruto que nos da a Dios mismo. “El Amor viene de Dios, hace presente a Dios, es Dios con nosotros”.
GOZO: la primera manifestación del amor. El gozo espiritual es el disfrute de la presencia amorosa de Dios. ¡Espíritu Santo, invádenos con tu gozo!
PAZ: un regalo de Cristo Resucitado. La alegría plena, reposada, serena, honda, una alegría total, se alcanza con la tranquilidad del espíritu, cuando recibimos la paz. El don de sabiduría, que nos hace gustar, saborear las cosas de Dios, es como el peldaño que conduce a la paz.
PACIENCIA: saber que Dios no se retrasa. Las almas dóciles al Paráclito producen este fruto ante los obstáculos. No pierden la paz ante la enfermedad, la contradicción, los defectos ajenos, las calumnias, y ante los propios fracasos espirituales. “Y a su hora, en el tiempo oportuno, cuando las lluvias tempranas y tardías han regado nuestra vida, el milagro se produce, y se convierte el desierto en vergel”.
LONGANIMIDAD: presencia de ánimo. Es el fruto del espíritu que nos da ánimo para tender a lo bueno, aunque haya que esperar, mucho, para alcanzarlo. Nos ayuda a esperar todo el tiempo necesario, antes de alcanzar las metas ascéticas o apostólicas que nos proponemos, pensando que las dilaciones son queridas o permitidas por Dios.
BONDAD: buscando siempre el bien de los demás. Hacemos el bien con sencillez sin jactarnos de ello y solo buscando la aprobación de Dios. Realizamos el bien sin buscar agradecimientos o dependencias de los favorecidos. Compartimos los bienes espirituales y materiales en comunidad de fe y de amor. “No se cansen de obrar el bien, porque a su tiempo nos vendrá la cosecha, si no desfallecemos…y hacemos el bien a todos”.
Gál. 6: 9-10.
BENIGNIDAD: sentir la dulzura del Espíritu. Transforma nuestras relaciones humanas en bendiciones divinas. Vivimos una dulce participación de la suavidad de Dios, encarnada en Cristo. Se manifiesta con amabilidad en las palabras, con suavidad en la convivencia y en el trato, y con servicialidad comunicativa en el actuar.
MANSEDUMBRE: soportarlo todo con paz. Da la fortaleza para soportar malas palabras, mal comportamiento, gestos y actos amenazadores y toda clase de injusticias contra uno mismo o nuestros amigos. Desecha la ira, porque el Espíritu de Dios reposa en el hombre humilde y dulce.
FE: mirar con los ojos de Dios. Es entregarse en las manos de Dios y aceptar su palabra. La fe fundamenta y dirige la obediencia, la confianza, el abandono. “Déjate guiar por el viento y por el fuego del Espíritu, pues la fe es estimulante, fermentadora”.
MODESTIA: el coraje de los humildes. Por este fruto, el creyente sabe que sus talentos son regalo de Dios y los pone al servicio de los demás. “Deja que Dios entre en tu vida, déjate querer por Dios, deja que Él te transforme, te cambie, te guíe, te forme. Eso sí es humildad”.
CASTIDAD Y CONTINENCIA: testigos de la fidelidad y la ternura de Dios. Nos inclina a vivir la sexualidad como servicio a la vida, para hacer de nuestro cuerpo una entera alabanza. Por estos frutos el alma está vigilante para evitar lo que pueda dañar la pureza interior y exterior.
“No entristezcáis al Espíritu de Dios con el que fuisteis sellados para el día de la Redención”. Ef 4, 30.
“Llenaos del Espíritu Santo”. Ef 5, 18
El fruto del Espíritu es:
Es evidente el amor de Dios derramado por el Espíritu en el creyente, pero manifestado como amor al prójimo. Ve en todo hombre su hermano, más aún, llega a ver a Cristo en su prójimo; se entrega a su servicio hasta la donación de su propia vida: vive, en una palabra, todas las características del amor (1 Corintios 13) pero en relación con el prójimo.
Es el gusto, deleite y fruición profunda y espiritual, que nace de la conciencia que se tiene de la amistad con Dios. Cuando este fruto se manifiesta, la persona es alegre y optimista”.
“Parece como si irradiara un resplandor interior que le hace ser notado en cualquier reunión. Cuando él está presente, parece como si el sol brillara un poco más de luz, la gente sonríe con más facilidad, habla con mayor delicadeza”. (p. Leo J. Trese).
Como el gozo, también este fruto se basa en la conciencia que se tiene de la amistad de Dios. Encierra la idea de perfección y plenitud. Es la persona serena, tranquila. Se dice de él que tiene una “personalidad equilibrada”. En medio de las preocupaciones conserva la calma profunda. Es un tipo ecuánime, en quien se confía fácilmente y a quien se acude en las cosas de emergencia difíciles y de conflicto. La paz no es otra cosa que la tranquilidad del orden y ese orden empieza poniendo a Dios siempre en primer lugar.
Como fruto del Espíritu por la paciencia, la persona acepta hasta el heroísmo los sufrimientos y males. No son para ella una carga Insoportable, sino, que los asimila de una manera positiva y los maneja de tal manera que no son destructivos ni para ellas ni para los que lo rodean, sino, que los usa como instrumentos para la construcción del Reino de Dios. Comprende muy bien aquella expresión de San Pablo: “Para los que aman a Dios”, todo contribuye para su bien” (véase también Romanos 5, 3-5). El paciente no se queja, sino que afronta las situaciones con realismo.
Si manifiesta sus males, es para buscar soluciones o para animar a otros. No llega a la ira fácilmente, no guarda rencor por las ofensas ni se perturba o descorazona cuando las cosas le van mal o la gente no le corresponde como debiera. Ante el fracaso, sabe levantarse y continuar adelante sin maldecir ni echarle la culpa a la suerte o al destino. La paciencia está relacionada con el Don de fortaleza.
Otras palabras que definen muy bien este fruto son: Amabilidad, afabilidad, gentileza, benevolencia, comprensión de los demás, y de hecho, son utilizadas por los traductores de las diferentes Biblias para indicar este fruto que viene en la lista de San Pablo, en su carta a los Gálatas. Así, la persona en la que se produce este fruto del Espíritu es benigna, amable, afable, gentil y comprensiva. La gente acude a él con facilidad. Por estas condiciones, atrae sin dificultad alguna a los más débiles y necesitados, los niños, los ancianos, los afligidos, los atribulados que se confían fácilmente a él. La dulzura lo caracteriza igualmente. A él se le podría aplicar la frase de San Francisco de Sales: “Más moscas caen en una gota de miel que en un barril de vinagre”.
Posee este fruto aquel de quien se dice: i Qué bueno es! Qué bondad la suya! Es profundamente bueno! Es aquel que sabe ver lo bueno que hay en cada ser humano. Sin ser ingenuo, se fija más en lo positivo de las personas y de la vida que en lo negativo. Al actuar así, como en los demás frutos, siente la consolación del Espíritu.
Defiende la verdad, la justicia y el derecho, pero sabe comprender los errores y fallos de los demás. Conlleva la ignorancia y debilidades de los otros, pero jamás compromete sus convicciones ni contemporiza con el mal.
Aunque es bueno, no está inflado de su bondad y no juzga a ningún ser humano, no critica, no condena. No divide a los seres humanos en “buenos” y “malos”. No dice “tú y yo somos buenos” y “aquellos son malos”. Ha comprendido muy bien, y lo vive, que en todo hombre, en todo grupo o comunidad hay al mismo tiempo “trigo y cizaña”, En su vida refleja la bondad de Dios y se le parece en esto: “Sed como vuestro Padre Celestial que deja salir su sol sobre buenos y justos, y caer la lluvia sobre malos y pecadores”. (Mat.5, 45).
El acto virtuoso, acompañado de consolación del Espíritu, en el que nos sentimos animados para tender a algo bueno que está muy distante de nosotros, o sea, cuya consecución se hará en mucho tiempo. En la longanimidad se juntan la magnificencia y la paciencia. La magnificencia, porque se quiere emprender obras difíciles de realizar, sin asustarse ante la magnitud del trabajo o de los grandes gastos que sea necesario invertir, confiado en que es factible lo que se propone, aunque tarde. La paciencia, porque si el bien o la obra esperada tarda mucho en llegar, se produce en el alma cierta tristeza y dolor, pero por la longanimidad se tiene fuerza para esperar y soportar el dolor, el infortunio y el fracaso, hasta llegar a la meta propuesta. Se alzará los ojos al cielo llenos de lágrimas, pero nunca de rebelión.
Sobre la longanimidad citemos este hermoso párrafo del P. Touplau, en su obra “Las Virtudes Cristianas”:
“La longanimidad es una virtud que consiste en saber aguardar. Saber aguardar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. ¿En qué? En el bien que de ellos esperamos. Por consiguiente, la longanimidad consiste en evitar la impaciencia que podría causarnos la demora o tardanza de este bien. Saber sufrir esta tardanza, he aquí, en realidad lo que es la longanimidad. Por eso la llaman algunos: Larga esperanza.
Es la virtud de Dios que sabe aguardarnos a todos a nuestra hora; la virtud de los Santos, siempre sufridos, siempre pacientes con todos. Grande y admirable virtud, que el apóstol coloca entre los frutos del Espíritu Santo” (Gálatas 5,22).
Este fruto, consiste en una moderación y dominio de la ira que no hace daño, sino que, al revés, va acompañado de la consolación del Espíritu. A la mansedumbre se opone la agresividad, la indignación violenta, el griterío airado, la blasfemia, la injuria, la riña, la violencia, el rencor, el deseo de venganza y la venganza misma.
El manso dialoga y discute, defendiendo sus puntos de vista con persuasión, pero sin llegar a la disputa y al acaloramiento. Mansedumbre no significa debilidad ni blandura. El manso sabe ser enérgico y fuerte cuando es necesario, pero sin dejarse dominar de la ira. Tampoco significa la renuncia a los propios derechos o a la lucha por la libertad, la justicia, la paz y la verdad. Todo esto se puede hacer viviendo el fruto de la mansedumbre. Cristo, a ejemplo de su Padre, es modelo incomparable de mansedumbre. (Mat.11, 29).
Lo vemos en el trato con sus apóstoles y las enseñanzas que les da, en su relación con las multitudes y el pueblo; en la manera de tratar a los pecadores.
La mansedumbre y la humildad van muy unidas. Por eso, se dice que es la actitud de los humildes que como Jesús, se dejan guiar por el Espíritu del Padre.
Cuando decimos fe, podemos entender tres cosas:
Al que tiene la fe por la que se cree, se le llama “creyente”; al que tiene la fe-confianza, se le llama “el que confía”; al que tiene la fe-fidelidad se le llama “el hombre fiel”.
Dios es fiel. Sabemos que él no falla. El hombre fiel es aquel que no falla en su fe, tiene la fe-fidelidad. Esta fidelidad no sólo se refiere a la relación con Dios, sino también a su relación con los hermanos.
La fe-fidelidad encierra una triple fidelidad: Fidelidad a Dios, a la iglesia y al hombre. La fe, pues, no sólo es creer, es también confiar y permanecer fiel. Este último es la manifestación más exquisita de la fe. Es muchísimo mejor la fidelidad que la fe carismática. Y es por eso, por lo que se le llama “fruto” o manifestación exquisita del Espíritu.
Fruto: ni se siente mal ni hace sentir mal a los demás.
La modestia nos lleva a guardar el debido decoro en los gestos y movimientos corporales, el debido orden en el arreglo del cuerpo y del vestido. La persona modesta, tiene en su comportamiento, en su vestido y en su hablar, una decencia que le hacen fortalecer la vida cristiana de los demás, no debilitarla. Su amor a Jesucristo, le hace estremecer ante la idea de actuar de cómplice del diablo, de ser ocasión de pecado para otro.
De ordinario, en el exterior del hombre se transparenta claramente su interior. La Sagrada Escritura nos dice que “por su aspecto se descubre al hombre y por su porte al prudente. El vestir, el reír y el andar denuncian lo que hay en él”. (Eclesiástico 19,26-27).
Van en contra de la modestia la vanidad (por ejemplo, usar este vestido por llamar la atención); la sensualidad (buscar los vestidos más suaves y delicados); el descuido de la persona (olvidando la propia dignidad y el respeto que se merecen los demás); la excesiva solicitud (no pensando más que en modas y en presentarse bien elegante en público).
La modestia, nos lleva a un equilibrio en los gestos y movimientos del cuerpo, en el arreglo y en el vestido del cuerpo. No pecar por exceso o por defecto. Y al vivir todo esto, si uno se siente bien y hace sentir bien a los demás, está viviendo la modestia como fruto del Espíritu.
Una mujer casada, por ejemplo, guarda el equilibrio propio de la modestia, cuando se arregla bien y se adorna para agradar a su marido y por su propia dignidad de mujer, pero no lo hace para provocar a otros.
Decenario al Espíritu Santo
LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO
— Los frutos del Espíritu Santo en el alma, manifestación de la gloria de Dios. El amor, el gozo y la paz.
— Paciencia y longanimidad. Su importancia en el apostolado.
— Los frutos que se relacionan más directamente con el bien del prójimo: bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad.
I. Cuando el alma es dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo se convierte en el árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. Esos frutos sazonan la vida cristiana y son manifestación de la gloria de Dios: en esto será glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, dirá el Señor en la Última Cena.
Estos frutos sobrenaturales son incontables. San Pablo, a modo de ejemplo, señala doce frutos, resultado de los dones que el Espíritu Santo ha infundido en nuestra alma: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.
En primer lugar figura el amor, la caridad, que es la primera manifestación de nuestra unión con Cristo. Es el más sabroso de los frutos, el que nos hace experimentar que Dios está cerca, y el que tiende a aligerar la carga a otros. La caridad delicada y operativa con quienes conviven o trabajan en nuestros mismos quehaceres es la primera manifestación de la acción del Espíritu Santo en el alma: «no hay señal ni marca que distinga al cristiano y al que ama a Cristo como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las almas».
Al primer y principal fruto del Espíritu Santo «sigue necesariamente el gozo, pues el que ama se goza en la unión con el amado». La alegría es consecuencia del amor; por eso, al cristiano se le distingue por su alegría, que permanece por encima del dolor y del fracaso. ¡Cuánto bien ha hecho en el mundo la alegría de los cristianos! «Alegrarse en las pruebas, sonreír en el sufrimiento..., cantar con el corazón y con mejor acento cuanto más largas y más punzantes sean las espinas (...) y todo esto por amor... este es, junto al amor, el fruto que el Viñador divino quiere recoger en los sarmientos de la Viña mística, frutos que solamente el Espíritu Santo puede producir en nosotros».
El amor y la alegría dejan en el alma la paz de Dios, que supera todo conocimiento; es –como la define San Agustín– «la tranquilidad en el orden». Existe la falsa paz del desorden, como la que reina en una familia en la que los padres ceden siempre ante los caprichos de los hijos, bajo el pretexto de «tener paz»; como la de la ciudad que, con la excusa de no querer contristar a nadie, dejase a los malvados cometer sus fechorías. La paz, fruto del Espíritu Santo, es ausencia de agitación y el descanso de la voluntad en la posesión estable del bien. Esta paz supone lucha constante contra las tendencias desordenadas de las propias pasiones.
II. La plenitud del amor, del gozo y de la paz solo la encontraremos en el Cielo. Aquí tenemos un anticipo de la felicidad eterna en la medida en que somos fieles. Ante los obstáculos, las almas que se dejan guiar por el Paráclito producen el fruto de la paciencia, que lleva a soportar con igualdad de ánimo, sin quejas ni lamentos estériles, los sufrimientos físicos y morales que toda vida lleva consigo.
La caridad está llena de paciencia; y la paciencia es, en muchas ocasiones, el soporte del amor. «La caridad –escribía San Cipriano– es el lazo que une a los hermanos, el cimiento de la paz, la trabazón que da firmeza a la unidad... Quítale, sin embargo, la paciencia, y quedará devastada; quítale el jugo del sufrimiento y de la resignación, y perderá las raíces y el vigor». El cristiano debe ver la mano amorosa de Dios, que se sirve de los sufrimientos y dolores para purificar a quienes más quiere y hacerlos santos. Por eso, no pierden la paz ante la enfermedad, la contradicción, los defectos ajenos, las calumnias... y ni siquiera ante los propios fracasos espirituales.
La longanimidad es semejante a la paciencia. Es una disposición estable por la que esperamos con ecuanimidad, sin quejas ni amarguras, y todo el tiempo que Dios quiera, las dilaciones queridas o permitidas por Él, antes de alcanzar las metas ascéticas o apostólicas que nos proponemos.
Este fruto del Espíritu Santo da al alma la certeza plena de que –si pone los medios, si hay lucha ascética, si recomienza siempre– se realizarán esos propósitos, a pesar de los obstáculos objetivos que se pueden encontrar, a pesar de las flaquezas y de los errores y pecados, si los hubiera.
En el apostolado, la persona longánime se propone metas altas, a la medida del querer de Dios, aunque los resultados concretos parezcan pequeños, y utiliza todos los medios humanos y sobrenaturales a su alcance, con santa tozudez y constancia. «La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.
»Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros –los más flojos– quedarán al menos alertados».
El Señor cuenta con el esfuerzo diario, sin pausas, para que la tarea apostólica dé sus frutos. Si alguna vez estos tardan en aparecer, si el interés que hemos puesto por acercar a Dios a un familiar o a un colega pareciera estéril, el Espíritu Santo nos dará a entender que nadie que trabaje por el Señor con rectitud de intención lo hace en vano; mis elegidos no trabajarán en vano. La longanimidad se presenta como el perfecto desarrollo de la virtud de la esperanza.
III. Después de los frutos que relacionan el alma más directamente con Dios y con la propia santidad, San Pablo enumera otros que miran en primer lugar al bien del prójimo: revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre (...), soportándoos y perdonándoos mutuamente....
La bondad de la que nos habla el Apóstol es una disposición estable de la voluntad que nos inclina a querer toda clase de bienes para otros, sin distinción alguna: amigos y enemigos, parientes o desconocidos, vecinos o lejanos. El alma se siente amada por Dios y esto le impide tener celos y envidias, y ve en los demás a hijos de Dios, a los que Él quiere, y por quienes ha muerto Jesucristo.
No basta querer el bien para otros en teoría. La caridad verdadera es amor eficaz que se traduce en hechos. La caridad es bienhechora, anuncia San Pablo. La benignidad es precisamente esa disposición del corazón que nos inclina a hacer el bien a los demás. Este fruto se manifiesta en multitud de obras de misericordia, corporales y espirituales, que los cristianos realizan en el mundo entero sin acepción de personas. En nuestra vida se manifiesta en los mil detalles de servicio que procuramos realizar con quienes nos relacionamos cada día. La benignidad nos impulsa a llevar paz y alegría por donde pasemos, y a tener una disposición constante hacia la indulgencia y la afabilidad.
La mansedumbre está íntimamente unida a la bondad y a la benignidad, y es como su acabamiento y perfección. Se opone a las estériles manifestaciones de ira, que en el fondo son signo de debilidad. La caridad no se aíra, sino que se muestra en todo con suavidad y delicadeza y se apoya en una gran fortaleza de espíritu. El alma que posee este fruto del Espíritu Santo no se impacienta ni alberga sentimientos de rencor ante las ofensas o injurias que recibe de otras personas, aunque sienta –y a veces muy vivamente, por la mayor finura que adquiere en el trato con Dios– las asperezas de los demás, los desaires, las humillaciones. Sabe que de todo esto se sirve Dios para purificar a las almas.
A la mansedumbre sigue la fidelidad. Una persona fiel es la que cumple sus deberes, aun los más pequeños, y en quien los demás pueden depositar su confianza. Nada hay comparable a un amigo fiel –dice la Sagrada Escritura–; su precio es incalculable. Ser fieles es una forma de vivir la justicia y la caridad. La fidelidad constituye como el resumen de todos los frutos que se refieren a nuestras relaciones con el prójimo.
Los tres últimos frutos que señala San Pablo hacen referencia a la virtud de la templanza, la cual, bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, produce frutos de modestia, continencia y castidad.
Una persona modesta es aquella que sabe comportarse de modo equilibrado y justo en cada situación, y aprecia los talentos que posee sin exagerarlos ni empequeñecerlos, porque sabe que son un regalo de Dios para ponerlos al servicio de los demás. Este fruto del Espíritu Santo se refleja en el porte exterior de la persona, en su modo de hablar y de vestir, de tratar a la gente y de comportarse socialmente. La modestia es atrayente porque refleja la sencillez y el orden interior.
Los dos últimos frutos que señala San Pablo son la continencia y la castidad. Como por instinto, el alma está extremadamente vigilante para evitar lo que pueda dañar la pureza interior y exterior, tan grata al Señor. Estos frutos, que embellecen la vida cristiana y disponen al alma para entender lo que a Dios se refiere, pueden recogerse aun en medio de grandes tentaciones, si se quita la ocasión y se lucha con decisión, sabiendo que nunca faltará la gracia del Señor.
A la Virgen Santísima nos acercamos al terminar nuestra oración, porque Dios se sirve de Ella para, por influjo del Paráclito, producir abundantes frutos en las almas. Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. Venid a mí cuantos me deseáis, y saciaos de mis frutos. Porque recordarme es más dulce que la miel, y poseerme, más rico que el panal de miel...