“Si yo expulso los demonios por el poder de Dios, es que el reino de Dios ya ha llegado a vosotros”, dice Jesús en el evangelio. Toda su vida revela que actúa con el poder de Dios para hacer que
el bien reine en este mundo. Pero algunos no quieren de ninguna manera que Dios reine, por eso levantan calumnias contra Jesús.
La escena del evangelio de hoy es una muestra de lo que significa juzgar a alguien injustamente, sin tener en cuenta si es verdad o no lo que de él se dice. Lo único que se pretende es hacer
daño.
Seguramente alguna vez en nuestra vida también nosotros hemos experimentado acusaciones falsas sobre lo que hemos hecho o hemos dicho. ¡Y cuánto nos duelen esas palabras! ¡Y cuánto daño causan en la comunidad! El Papa Francisco con cierta frecuencia hace referencia a los pecados de la “lengua que mata”. Y nos sugiere que una penitencia cuaresmal muy oportuna es: “Antes de hablar mal de otro ¡muérdete la lengua!”
Os cuento esta anécdota: "¡Qué sábanas tan sucias cuelga la vecina en el tendedero!", le comentó una mujer a su marido. "Quizás necesita un jabón nuevo, ojala pudiera ayudarla a lavarlas", decía, mientras el marido la miraba sin decir palabra.
Cada dos o tres días, la mujer repetía el mismo discurso parada frente a la ventana, viendo cómo tendía la ropa su vecina.
Un mes después la mujer se sorprendió al ver a su vecina tendiendo sábanas blancas como nuevas, ¡inmaculadas! De inmediato, le comentó a su esposo: "¡Mira, al fin aprendió a lavar su ropa nuestra vecina, ¿Quién le habrá enseñado?"
A lo que el marido respondió: "Nada de eso, querida, lo que pasó fue que hoy me levanté más temprano y limpié los vidrios de nuestra ventana".
El Señor pide nuestra colaboración para construir en este mundo el reino de Dios. Somos débiles, somos pecadores y fallamos mil veces. Pero este tiempo de Cuaresma nos invita todos los días a revisar nuestros pensamientos, palabras y acciones para que Dios reine en nuestro corazón.
Un vaso de agua dado por su amor es ya un paso adelante del reinado de Dios en esta tierra, donde el dinero y el interés son los que mandan.
El poder sobre los demonios
Lucas 11, 14-23
En aquel tiempo, Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron. Pero algunos de ellos dijeron: Por Belcebú, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios. Oros, para ponerle a prueba, le pedían una señal del cielo. Pero Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino? Porque decís que yo expulso los demonios por Belcebú. Si yo expulso los demonios por Belcebú, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.
Jueves de la tercera semana de Cuaresma
Sinceridad y veracidad
Quienes nos rodean han de sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan jamás, leales y fieles: la infidelidad es siempre un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y social.
I. En el Evangelio de la Misa vemos a Jesús que cura a un endemoniado que era mudo (Lucas 11, 14; Mateo 9, 32-33). La enfermedad, un mal físico normalmente sin relación con el pecado, es un símbolo del estado en el que se encuentra el hombre pecador; espiritualmente es ciego, sordo paralítico... Cuando en la oración personal no hablamos al Señor de nuestras miserias y no le suplicamos que las cure, o cuando no exponemos esas miserias nuestras en la dirección espiritual, cuando callamos porque la soberbia ha cerrado nuestros labios, la enfermedad se convierte prácticamente en incurable. El no hablar del daño que sufre el alma suele ir acompañado del no escuchar: el alma se vuelve sorda a los requerimientos de Dios, se rechazan los argumentos y las razones que podrían dar luz para retornar al buen camino. Al repetir hoy, en el Salmo responsorial de la Misa, Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón (Salmo 94), formulemos el propósito de no resistirnos a la gracia, siendo siempre muy sinceros.
II. Para vivir una vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto modo, algo sagrado que requiere ser tratado con amor y respeto. El Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí mismo: Yo soy la verdad (Juan 14, 6), mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira (Juan 8, 44), todo lo que promete es falsedad. No podremos ser buenos cristianos si no hay sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. A los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Existe la tentación de emplear el disimulo, la verdad a medias, la mentira misma, a cambiar el nombre a los hechos. Para ser sinceros, el primer medio que hemos de emplear es la oración: es segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve, pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y la Confesión, abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad. Si rechazamos el demonio mudo tendremos alegría y paz en el alma.
III. Quienes nos rodean han de sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan jamás, leales y fieles: la infidelidad es siempre un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y social. Sobre ella descansan el matrimonio, los contratos, la actuación de los gobernantes. El amor a la verdad nos llevará a rectificar, si nos hubiéramos equivocado; a no formarnos juicios precipitados; a buscar información objetiva, veraz y con criterio. Entonces se hará realidad la promesa de Jesús: La verdad os hará libres (Juan 8, 32).
Jueves de la tercera semana de Cuaresma
Jesucristo nuestro Señor no quiere dejarnos solos. Quiere ser Él el que nos acompañe, quiere ser Él el que camina junto a nosotros: “Escuchen mi voz y yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo; caminen siempre por el camino que yo les mostraré para que les vaya bien”. Éstas son las palabras con las que nuestro Señor exhorta al pueblo, a través del profeta, a escuchar y a seguir el camino de Dios
Cristo, en el Evangelio, nos narra la parábola del hombre fuerte que tiene sus tesoros custodiados, hasta que llega alguien más fuerte que él y lo vence. Quién sabe si nuestra alma es así: como un hombre fuerte bien armado, dispuesto a defenderse, dispuesto a no permitir que nadie toque ciertos tesoros. Sin embargo, Dios nuestro Señor —más fuerte sin duda—, quizá logre entrar en el castillo y logre arrebatarnos aquello que nosotros le tenemos todavía prohibido, le tenemos todavía vedado. Cristo es más fuerte que nosotros. Y no es más fuerte porque nos violente, sino que es más fuerte porque nos ama más.
Es el amor de Jesucristo el que llega a nuestra alma y el que viene a arrebatar en nuestro interior. Es al amor de Jesucristo el que no se conforma con un compromiso mediocre, con una vida cristiana tibia, con una vida espiritual vacía. Y Cristo quiere todo, según nuestro estado de vida: quiere todo en nuestra vida conyugal, quiere todo en nuestra vida familiar, quiere todo en nuestra vida social.
“Escuchen mi voz”. Estas palabras tienen que resonar constantemente en nosotros a lo largo del tiempo cuaresmal. Si Dios nuestro Señor ha inquietado nuestra alma, si Dios nuestro Señor no ha dejado tranquilo nuestro corazón, si nos ha buscado, si nos ha asediado, si nos ha tomado, si nos ha conquistado, no es ahora para dejarnos solitarios por la vida, sino porque el primero que se compromete a llevar adelante nuestra vocación cristiana es Él, y va a estar con nosotros. La pregunta que nosotros tenemos que hacernos es: ¿Estamos dispuestos a seguir a Cristo o estamos dispuestos a abandonarlo?
Al final de la lectura del profeta Jeremías, aparece una frase muy triste: “De este pueblo dirá: Éste es el pueblo que no escuchó la voz del Señor, ni aceptó la corrección; ya no existe fidelidad en Israel; ha desaparecido de su misma boca”.
Está en nuestras manos dar fruto. Está en nuestras manos perseverar. Está en nuestras manos el continuar adelante con nuestro compromiso de cristianos en la sociedad. De nosotros depende y a nosotros nos toca que Jesucristo pueda seguir caminando con nosotros, yendo a nuestro lado. El Señor vuelve a buscarnos hoy, el Señor vuelve a estar con nosotros, ¿cuál va a ser nuestra respuesta? ¿Cuál va a ser nuestro comportamiento si nuestro Señor viene a nuestro corazón?
Jesús, al final del Evangelio, nos lanza un reto: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama”. Un reto que es una responsabilidad: o estamos con Él y recogemos con Él; o estamos contra Él, desparramando. No nos deja alternativas. O tomamos nuestra vida y la ponemos junto con Él, la recogemos con Él, la hacemos fructificar, la hacemos vivir, la hacemos llenarse, la hacemos ser testigos cristianos de los hombres, o simplemente nos vamos a desparramar.
¿Quién de nosotros aceptaría ver su vida desparramada? ¿Quién de nosotros toleraría que su existencia simplemente corriese? ¿No nos interesa tenerla verdaderamente rica, no nos interesa tenerla verdaderamente comprometida junto a Jesucristo nuestro Señor? Esto no se puede quedar en palabras, tenemos necesidad de llevarlo a los demás. Esto es obra de todos los días, es un compromiso cotidiano que está en nuestras manos.
Vamos a pedirle a Jesucristo que nos guíe para comprometernos con nuestra fe, para comprometernos con la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. La Iglesia que se nos ha entregado, viniendo desde muchas generaciones. La Iglesia de los mártires, la Iglesia de los apóstoles, la Iglesia de los confesores. La Iglesia que ha llegado a nosotros a través de dos mil años por medio de la sangre de muchos que creyeron en lo mismo que creemos nosotros. La Iglesia que es para nosotros el camino de santificación, y que es la Iglesia que nosotros tenemos que transmitir a las siguientes generaciones con la misma fidelidad, con la misma ilusión, con el mismo vigor con que a nosotros llegó.
Pidámosle al Señor que la podamos transmitir íntegra a las generaciones que vienen detrás y la podamos extender a las generaciones que conviven con nosotros y que todavía no conocen a Cristo.
Este compromiso no es un compromiso hacia dentro, sino que es un compromiso hacia afuera. Un compromiso que nace de un corazón decidido, pero que tiene que transformarse en acción eficaz, en evangelización para el bien de los hombres.
Vamos a pedirle a Jesucristo que nos conceda la gracia de recoger con Él, la gracia de estar siempre a favor de Él, de escuchar su voz y de caminar por el camino que Él nos muestra, para ser entre los hombres, una luz encendida, un camino de salvación, una respuesta a los interrogantes que hay en tantos corazones, y que sólo nuestro Señor Jesucristo puede llegar a responder.
La primera lectura que contemplamos en la liturgia de hoy (Jr 7,23-28) nos presenta a un Dios desilusionado y amargado con su pueblo, porque le ha dado la espalda: “Ésta fue la orden que di a mi pueblo: ‘Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo. Seguid el camino que os señalo, y todo os irá bien’. Pero no escucharon ni prestaron caso. Al contrario, caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara. Desde que salieron vuestros padres de Egipto hasta hoy, os envié a mis siervos, los profetas, un día tras otro; pero no me escucharon ni me hicieron caso: Al contrario, endurecieron la cerviz y fueron peores que sus padres”.
Un pueblo que le da la espalda al Dios de la Alianza. Alianza que está recogida en la frase “Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Cfr. Lv 26,12). Jeremías profetizó en el reino del sur (Judá), alertando al pueblo que si continuaban dando la espalda a Yahvé y apartándose de la Alianza les sobrevendría un castigo en la forma de la deportación a Babilonia. Pero el pueblo no le escuchó, no escuchó la Palabra de Dios pronunciada por boca del profeta.
Dios se queja del que el pueblo no le ha querido escuchar: “no me escucharon ni prestaron oído”. Y advierte al profeta que a él tampoco le escucharán: “Ya puedes repetirles este discurso, que no te escucharán; ya puedes gritarles, que no te responderán”. “Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón”, nos dice el Salmo responsorial (94).
El relato evangélico (Lc 11,14-23) nos muestra a Jesús curando a un mudo (“echando un demonio que era mudo”), y apenas salió el demonio, el mudo habló. Algunos de los presentes le acusaron de echar demonios por arte del príncipe de los demonios, mientras otros pedían un signo en el cielo. Resultaba más “cómodo” para ellos creer que Jesús actuaba por el poder del demonio, que aceptar que el Reino había llegado, para no tener que asumir las responsabilidades que ello implicaba. Tenían un signo enfrente de sí, tenían la Palabra encarnada y, al igual que los del tiempo de Jeremías, le dieron la espalda, se negaron a escucharle, tenían el corazón endurecido. La sentencia de Jesús no se hace esperar: “El que no está conmigo está contra mí”.
Miramos a nuestro alrededor. Vemos a nuestro pueblo, y tenemos que preguntarnos: ¿qué diferencia hay entre nuestro pueblo hoy, y el pueblo de Israel en tiempos de Jeremías, o en tiempos de Jesús? Vemos que nuestro pueblo, al igual que aquellos, le ha dado la espalda a Dios, se niega a escuchar su voz, tiene el corazón endurecido.
Esa voz nos habla con mayor intensidad durante este tiempo de Cuaresma. Nosotros, los bautizados, ¿también nos negamos a escuchar lo que se nos está diciendo durante esta Cuaresma? ¿O estamos prestando atención al llamado a la conversión que se nos hace durante este tiempo?
Pensemos por un momento: ¿estoy con Jesús, o contra Él? El seguimiento de Jesús no puede ser a medias, tiene que ser radical (Cfr. Lc 9,62; Ap 3,15-16). Todavía estamos a tiempo.
Cuaresma. 3ª semana. Jueves
SINCERIDAD Y VERACIDAD
— El «demonio mudo». Necesidad de la sinceridad.
— Amor a la verdad. Sinceridad en primer lugar con nosotros mismos. Sinceridad con Dios. Sinceridad en la dirección espiritual y en la Confesión. Medios para adquirir esta virtud.
— Sinceridad y veracidad con los demás. La palabra del cristiano. La lealtad y la fidelidad, virtudes relacionadas con la veracidad. Otras consecuencias del amor a la verdad.
I. Nos dice el Evangelio de la Misa que estaba Jesús echando un demonio que era mudo, y apenas salió el demonio, habló el mudo, y la multitud se quedó admirada.
La enfermedad, un mal físico normalmente sin relación con el pecado, es un símbolo del estado en el que se encuentra el hombre pecador; espiritualmente es ciego, sordo, paralítico... Las curaciones que hace Jesús, además del hecho concreto e histórico de la curación, son también un símbolo: representan la curación espiritual que viene a realizar en los hombres. Muchos de los gestos de Jesús para con los enfermos son como una imagen de los sacramentos.
A propósito del pasaje del Evangelio que se lee en la Misa, comenta San Juan Crisóstomo que este hombre «no podía presentar por sí mismo su súplica, pues estaba mudo; y a los otros tampoco podía rogarles, pues el demonio había trabado su lengua, y juntamente con la lengua le tenía atada el alma». Bien atado le tenía el diablo.
Cuando en la oración personal no hablamos al Señor de nuestras miserias y no le suplicamos que las cure, o cuando no exponemos esas miserias nuestras en la dirección espiritual, cuando callamos porque la soberbia ha cerrado nuestros labios, la enfermedad se convierte prácticamente en incurable. El no hablar del daño que sufre el alma suele ir acompañado del no escuchar; el alma se vuelve sorda a los requerimientos de Dios, se rechazan los argumentos y razones que podrían dar luz para retornar al buen camino. Por el contrario, nos será fácil abrir con sinceridad el corazón si procuramos vivir este consejo: «... no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que “eso” existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica».
Al repetir hoy, en el Salmo responsorial de la Misa, Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón, formulemos el propósito de no resistirnos a la gracia, siendo siempre muy sinceros.
II. Para vivir una vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto modo, algo sagrado que requiere ser tratado con respeto y con amor. La verdad está a veces tan oscurecida por el pecado, las pasiones y el materialismo que, de no amarla, no sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira cuando viene en ayuda de la pereza, de la vanidad, de la sensualidad, del falso prestigio...! A veces la causa de la insinceridad es la vanagloria, la soberbia, el temor a quedar mal.
El Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí mismo: Yo soy la Verdad, mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira, todo lo que promete es falsedad. Jesús pedirá al Padre para los suyos, para nosotros, que sean santificados en la verdad.
Mucho se habla hoy de ser sinceros, de ser auténticos o de palabras similares, y, sin embargo, los hombres tienden a ocultarse en el anonimato y, con frecuencia, a disfrazar los verdaderos móviles de sus actos ante sí mismos y ante los demás. También ante Dios intentan pasar en el anonimato, y rehúyen el encuentro personal con Él en la oración y en el examen de conciencia. Sin embargo, no podremos ser buenos cristianos si no hay sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. A los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Y en determinadas ocasiones puede llegar la tentación de emplear el disimulo, el pequeño engaño, la verdad a medias, la mentira misma; otras veces, podemos sentir la tentación de cambiar el nombre a los hechos o a las cosas para que no resulte estridente el decir la verdad tal como es.
La sinceridad es una virtud cristiana de primer orden. Y no podríamos ser buenos cristianos si no la viviéramos hasta sus últimas consecuencias La sinceridad con nosotros mismos nos lleva a reconocer nuestras faltas, sin disimularlas, sin buscar falsas justificaciones; nos hace estar siempre alerta ante la tentación de «fabricarnos» la verdad, de pretender que sea verdad lo que nos conviene, como hacen aquellos que pretenden engañarse a sí mismos diciendo que «para ellos» no es pecado algo prohibido por la Ley de Dios. La subjetividad, las pasiones, la tibieza pueden contribuir a no ser sincero con uno mismo. La persona que no vive esta sinceridad radical deforma con facilidad su conciencia y llega a la ceguera interior para las cosas de Dios.
Otro modo frecuente de engañarse a sí mismo es no querer sacar las consecuencias de la verdad para no tener que enfrentarse con ellas, o no decir toda la verdad: «Nunca quieres “agotar la verdad”. —Unas veces, por corrección. Otras –las más–, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía.
»Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio».
Para ser sinceros, el primer medio que hemos de emplear es la oración: pedir al Señor que veamos los errores, los defectos del carácter..., que nos dé fortaleza para reconocerlos como tales, y valentía para pedir ayuda y luchar. En segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y la Confesión, abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad, con deseos de que conozcan nuestra intimidad para que nos puedan ayudar en nuestro caminar hacia Dios. «No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre, aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa a ser un caldo de bichos». Con frecuencia nos ayudará a ser sinceros el decir en primer lugar aquello que más nos cuesta.
Si rechazamos ese demonio mudo, con la ayuda de la gracia, comprobaremos que uno de los frutos inmediatos de la sinceridad es la alegría y la paz del alma. Por eso le pedimos a Dios esta virtud, para nosotros y para los demás.
III. Sinceros con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Si no lo somos con Dios, no podemos amarle ni servirle; si no somos sinceros con nosotros mismos, no podemos tener una conciencia bien formada, que ame el bien y rechace el mal; si no lo somos con los demás, la convivencia se torna imposible, y no agradamos al Señor.
Quienes nos rodean han de sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan jamás. Nuestra palabra de cristianos y de hombres y mujeres honrados ha de tener un gran valor delante de los demás: Sea pues, vuestro modo de hablar, sí, sí; no, no, que lo que pasa de esto, de mal principio procede. El Señor quiere realzar la palabra de la persona de bien que se siente comprometida por lo que dice. La verdad en nuestro actuar debe ser también un reflejo de nuestro trato con Dios.
El amor a la verdad nos llevará a rectificar, si nos hubiéramos equivocado. «Acostúmbrate a no mentir jamás a sabiendas, ni por excusarte, ni de otro modo alguno, y para eso ten presente que Dios es el Dios de la verdad. Si acaso faltas a ella por equivocación, enmiéndalo al instante, si puedes, con alguna explicación o reparación; hazlo así, que una verdadera excusa tiene más gracia y fuerza para disculpar que la mentira».
Otra virtud relacionada con la veracidad y la sinceridad es la lealtad, que es la veracidad en la conducta: el mantenimiento de la palabra dada, de las promesas, de los pactos. Nuestros amigos y las personas con las que nos relacionamos han de conocernos como hombres y mujeres leales. La fidelidad es la lealtad a un compromiso estricto que se contrae con Dios o ante Él. A Jesús se le llama el que es fiel y veraz. Y constantemente la Sagrada Escritura habla de Dios como el que es fiel al pacto con su pueblo, el que cumple con fidelidad el plan de salvación que tiene prometido.
La infidelidad es siempre un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y en la vida social. Sobre ella descansan, por ejemplo, el matrimonio, el cumplimiento de los contratos, las actuaciones de los gobernantes...
El amor a la verdad nos llevará también a no formarnos juicios precipitados, basados en una información superficial, sobre personas o hechos. Es necesario tener un sano espíritu crítico ante noticias difundidas por la radio, la televisión, periódicos o revistas, que muchas veces son tendenciosas o simplemente incompletas. Con frecuencia, los hechos objetivos vienen envueltos en medio de opiniones o interpretaciones que pueden dar una visión deformada de la realidad. Especial cuidado hemos de tener con noticias referentes, directa o indirectamente, a la Iglesia. Por el mismo amor a la verdad, hemos de dejar a un lado los canales informativos sectarios que enturbian las aguas, y buscar una información objetiva, veraz y con criterio, a la vez que contribuimos a la recta información de los demás. Entonces se hará realidad la promesa de Jesús: La verdad os hará libres