Segundo Domingo de Cuaresma
Del Tabor al Calvario
Jesús había declarado a sus discípulos lo que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, antes de morir a manos de los príncipes y sacerdotes. Los Apóstoles quedaron sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. La ternura de Jesús les da ahora “una gota de miel” a los tres que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos, Pedro, Santiago y Juan: les hace que contemplen su glorificación
I. Jesús había declarado a sus discípulos lo que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, antes de morir a manos de los príncipes y sacerdotes. Los Apóstoles quedaron sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. La ternura de Jesús les da ahora “una gota de miel” a los tres que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos, Pedro, Santiago y Juan: les hace que contemplen su glorificación. Mientras Él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente (Lucas 9, 29). Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían gloriosos. Pedro exclama: Señor, ¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas...
El Evangelista, refiriéndose a este suceso, comenta “no sabía lo que decía”: porque lo bueno, lo que importa, no es hallarse aquí o allá, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las circunstancias en las que nos encontramos. Si permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos felices en cualquier lugar o situación en que nos encontremos.
II. La existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, nuestra morada (2 Corintios 5, 2). Caminar en ocasiones es áspero y dificultoso, porque con frecuencias hemos de ir contra corriente y tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de nuestra condición se hace más patente. El atisbo de gloria que tuvo el Apóstol lo tendremos en plenitud en la vida eterna. El pensamiento de la gloria que nos espera debe espolearnos en nuestra lucha diaria. Nada vale tanto como ganar el Cielo.
III. Lo normal para los Apóstoles fue ver al Señor sin especiales manifestaciones gloriosas, lo excepcional fue verlo transfigurado. A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en la oración, cuando nos perdona en la Confesión, y sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente. Pero no se nos muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear lo extraordinario. Nunca debemos olvidar que aquel Jesús con el que estuvieron en el monte Tabor aquellos tres privilegiados es el mismo que está junto a nosotros cada día, ahora mismo. Esta Cuaresma será distinta si nos esforzamos en actualizar esa presencia divina en lo habitual de cada día.
Segundo Domingo de Cuaresma
La Transfiguración del Señor es particularmente importante para nosotros por lo que viene a significar. Por una parte, significa lo que Cristo es; Cristo que se manifiesta como lo que Él es ante sus discípulos: como Hijo de Dios. Pero, además, tiene para nosotros un significado muy importante, porque viene a indicar lo que somos nosotros, a lo que estamos llamados, cuál es nuestra vocación.
Cuando Pedro ve a Cristo transfigurado, resplandeciente como el sol, con sus vestiduras blancas como la nieve, lo que está viendo no es simplemente a Cristo, sino que, de alguna manera, se está viendo a sí mismo y a todos nosotros. Lo que San Pedro ve es el estado en el cual nosotros gloriosos viviremos por la eternidad.
Es un misterio el hecho de que nosotros vayamos a encontrarnos en la eternidad en cuerpo y alma. Y Cristo, con su verdadera humanidad, viene a darnos la explicación de este misterio. Cristo se convierte, por así decir, en la garantía, en la certeza de que, efectivamente, nuestra persona humana no desaparece, de que nuestro ser, nuestra identidad tal y como somos, no se acaba.
Está muy dentro del corazón del hombre el anhelo de felicidad, el anhelo de plenitud. Muchas de las cosas que hacemos, las hacemos precisamente para ser felices. Yo me pregunto si habremos pensado alguna vez que nuestra felicidad está unida a Jesucristo; más aún, que la Transfiguración de Cristo es una manifestación de la verdadera felicidad.
Si de alguna manera nosotros quisiéramos entender esta unión, podríamos tomar el Evangelio y considerar algunos de los aspectos que nos deja entrever. En primer lugar, la felicidad es tener a Cristo en el corazón como el único que llena el alma, como el único que da explicación a todas las obscuridades, como dice Pedro: “¡Qué bueno es estar aquí contigo!”. Pero, al mismo tiempo, tener a Cristo como el único que potencia al máximo nuestra felicidad.
Las personas humanas a veces pretendemos ser felices por nosotros mismos, con nosotros mismos, pero acabamos dándonos cuenta de que eso no se puede. Cuántas veces hay amarguras tremendas en nuestros corazones, cuántas veces hay pozos de tristeza que uno puede tocar cuando va caminando por la vida.
¿Sabemos nosotros llenar esos pozos de tristeza, de amargura o de ceguera con la auténtica felicidad, que es Cristo? Cuando tenemos en nuestra alma una decepción, un problema, una lucha, una inquietud, una frustración, ¿sabemos auténticamente meter a Jesucristo dentro de nuestro corazón diciéndole: «¡Qué bueno es estar aquí!»?
Hay una segunda parte de la felicidad, la cual se ve simbolizada en la presencia de Moisés y de Elías. Moisés y Elías, para la mentalidad judía, no son simplemente dos personaje históricos, sino que representan el primero la Ley, y el segundo a los Profetas. Ellos nos hablan de la plenitud que es Cristo como Palabra de Dios, como manifestación y revelación del Señor a su pueblo. La plenitud es parte de la felicidad. Cuando uno se siente triste es porque algo falta, es porque no tiene algo. Cuando una persona nos entristece, en el fondo, no es por otra cosa sino porque nos quitó algo de nuestro corazón y de nuestra alma. Cuando una persona nos defrauda y nos causa tristeza, es porque no nos dio todo lo que nosotros esperábamos que nos diera. Cuando una situación nos pone tristes o cuando pensamos en alguien y nos entristecemos es porque hay siempre una ausencia; no hay plenitud.
La Transfiguración del Señor nos habla de la plenitud, nos habla de que no existen carencias, de que no existen limitaciones, de que no existen ausencias. Cuántas veces las ausencias de los seres queridos son tremendos motivos de tristeza y de pena. Ausencias físicas unas veces, ausencias espirituales otras; ausencias producidas por una distancia que hay en kilómetros medibles, o ausencias producidas por una distancia afectiva.
Aprendamos a compartir con Cristo todo lo que Él ha venido a hacer a este mundo. El saber ofrecernos, ser capaces de entregarnos a nuestro Señor cada día para resucitar con Él cada día. “Si con Él morimos —dice San Pablo— resucitaremos con Él. Si con Él sufrimos, gozaremos con Él”. La Transfiguración viene a significar, de una forma muy particular, nuestra unión con Cristo.
Ojalá que en este día no nos quedemos simplemente a ver la Transfiguración como un milagro más, tal vez un poquito más espectacular por parte de Cristo, sino que, viendo a Cristo Transfigurado, nos demos cuenta de que ésa es nuestra identidad, de que ahí está nuestra felicidad. Una felicidad que vamos a ser capaces de tener sola y únicamente a través de la comunión con los demás, a través de la comunión con Dios. Una felicidad que no va a significar otra cosa sino la plenitud absoluta de Dios y de todo lo que nosotros somos en nuestra vida; una felicidad a la que vamos a llegar a través de ese estar con Cristo todos los días, muriendo con Él, resucitando con Él, identificándonos con Él en todas las cosas que hagamos.
Pidamos para nosotros la gracia de identificarnos con Cristo como fuente de felicidad. Pidámosla también para los que están dentro de nuestro corazón y para aquellas personas que no son capaces de encontrar que estar con Cristo es lo mejor que un hombre o que una mujer pueden tener en su vida.
En el segundo domingo de la cuaresma La Iglesia nos propone el evangelio de la transfiguración de Jesús en el monte Tabor. Delante de algunos de sus apóstoles Él manifiesta la gloria de su divinidad y al dialogar con Moisés y Elías, revela que Él es el Mesías prometido y esperado.
Ciertamente esta visión de la gloria de Dios, en Jesús trasfigurado, quería preparar a los apóstoles para el difícil momento de la pasión, donde ellos verían a Jesús completamente desfigurado, cubierto de llagas, sufriente y encarnecido. El recuerdo de la gloria debería ser para ellos consolación y fuente de esperanza en la fe.
Nosotros queremos hoy dedicar una pequeña reflexión sobre la voz del Padre eterno: “Este es mi Hijo amado: escúchenlo”. Estas palabras nos hacen recordar aquellas del bautismo de Jesús. Parece que cuando Dios Padre habla tiene siempre el mismo mensaje: «Jesús es mi Hijo: yo confío en Él, escúchenlo». De hecho, nosotros no tenemos otro camino de acceso al Padre eterno que no sea a través de Jesucristo. (Él es el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por Él. Jn 14,6) Quien quiere escuchar a Dios debe escuchar a Jesucristo. Él es la Palabra de Dios que se hizo carne y habitó entre nosotros. Nadie conoce o puede conocer mejor a Dios que su propio Hijo.
La cuaresma es tiempo de conversión, de transformación de nuestras vidas, de conformarnos a la voluntad de Dios. Por eso, la cuaresma es tiempo de escuchar su voz, de descubrir y re-descubrir su proyecto para cada uno de nosotros. De buscar su voluntad ante las decisiones y opciones concretas que debemos hacer.
¿Dónde podemos escuchar a Dios? ¿Cómo podemos conocer su voluntad? En el evangelio de hoy Él nos dice que en Jesucristo lo podemos escuchar. Pero, ¿dónde podemos escuchar a Jesucristo?
En primer lugar, en los evangelios y en los otros libros del Nuevo Testamento. Allí encontramos las palabras del Nazareno que son eternas, válidas para siempre, hechas a medida para cada uno de nosotros. La Iglesia nos enseña que cuando la Palabra de Dios es proclamada y explicada en la liturgia es Jesús mismo quien está hablando con su pueblo. La Biblia puede ser también leída y meditada en los grupos, en las familias y hasta solo y será siempre Jesús quien nos habla, no con un mensaje del pasado, sino con una instrucción actual de quien conoce nuestra historia y nuestro corazón. Por eso, la cuaresma nos exige un contacto mucho más frecuente con la Palabra.
Es a mí y también a ti que el Padre eterno hoy nos dice: “Este es mi Hijo amado: escúchenlo.”
Dios nos habla también a través de la naturaleza. De hecho, Jesús es la Palabra por medio de la cual todas las cosas fueron creadas. Así que, en la belleza del universo, de una cascada, de una montaña, o de una flor, está también Jesucristo, Palabra viviente, dejándonos un mensaje. También en los avisos de alerta de la naturaleza, las inundaciones, las sequías, las altas temperaturas... podemos escuchar la voz de Dios pidiendo al hombre conversión y respeto por nuestra madre tierra. Dios nos habla también a través de los pobres. Ellos son para nosotros presencia de Jesucristo (Todo lo que hacen a uno de mis hermanos más pequeños, lo hacen a mí mismo. Mt. 25,40). Por eso, cuando un pobre nos extiende la mano, nos habla o pide ayuda, Él es para nosotros una oportunidad para encontrarnos con Dios. También los pobres nos evangelizan.
Seguramente existen también lugares en que Dios no nos habla, aunque muchos equivocadamente lo buscan. Por ejemplo: Dios NO habla a través del horóscopo, de las cartas, de los videntes, de sesiones espiritistas... La Biblia condena con mucha firmeza todas estas prácticas de adivinación y que buscan predeterminar el futuro (Dt. 18, 10-12). No son cosas de Dios, y Él no nos habla en ellas. La cuaresma es, por tanto, tiempo oportuno para abandonar todas estas prácticas que manipulan y esclavizan a muchas personas. Delante de estas cosas el Padre eterno diría: Allí no está mi Hijo amado: no escuchen.
Padre santo, gracias por tu amor para con nosotros. Gracias por hablarnos en Jesucristo. Gracias porque te haces accesible en Él. Toca nuestros oídos y la dureza de nuestro corazón a fin que podamos verdaderamente escucharlo.
El Señor te bendiga y te guarde,
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.
Hno. Mariosvaldo Florentino, capuchino.
La liturgia de hoy nos presenta el pasaje de la Transfiguración del Señor (Mc 9,2-10). El pasaje nos narra que Jesús tomó consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro, Santiago, y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado (la tradición nos dice que fue el Monte Tabor). Allí, en presencia de ellos, se “transfiguró”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.
Esta narración está tan preñada de simbolismos, que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos. Trataremos, por tanto, de resumir lo que la Transfiguración representó para los discípulos a quienes Jesús les concedió el privilegio de presenciarla, sobre todo en la versión de Marcos que contemplamos hoy.
Los discípulos ya habían comprendido que Jesús era el Mesías esperado; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro. En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.
Concluye la lectura diciéndonos que luego de escuchar esas palabras miraron a su alrededor y no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Es entonces que Jesús les dice “No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Pero ellos todavía no acertaban a comprender el alcance de aquellas palabras, eso de “resucitar de entre los muertos”. A pesar de que Jesús se los anuncia en más de una ocasión, no es hasta después de la Resurrección cuando, iluminados por el Espíritu Santo que reciben en Pentecostés, comprenden plenamente el alcance de las mismas.
La segunda lectura de hoy, tomada de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,31b-34), nos recuerda que gracias a esa Resurrección que aquellos apóstoles no supieron comprender en aquel momento, pero que ya Pablo conocía, Jesucristo “está a la derecha de Dios” e “intercede por nosotros”. Vemos cómo la liturgia cuaresmal ya comienza a apuntarnos hacia la culminación de este tiempo tan especial.
Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de la gloriosa Resurrección de Jesús, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Jesús no solo resucitó, sino que también quiso permanecer con nosotros en la Eucaristía. Por eso Pablo dice al comienzo de esa segunda lectura: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”.
Pidamos al Padre que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de su Hijo y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.
Cuaresma. Segundo domingo
DEL TABOR AL CALVARIO
— Lo que importa es estar siempre con Jesús. Él nos da la ayuda necesaria para seguir adelante.
— Fomentar con frecuencia, y especialmente en los momentos más difíciles, la esperanza del Cielo.
— El Señor no se separa de nosotros. Actualizar esa presencia de Dios.
I. Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa de hoy. El Evangelio nos cuenta lo que sucedió en el Tabor. Poco antes Jesús había declarado a sus discípulos, en Cesarea de Filipo, que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, a morir a manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los Apóstoles habían quedado sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. Ahora, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a ellos solos aparte, para orar. Son los tres discípulos que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente. Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén.
Seis días llevaban los Apóstoles entristecidos por la predicación de Cesarea de Filipo. La ternura de Jesús hace que ahora contemplen su glorificación. San León Magno dice que «el principal fin de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz». Nunca olvidarían los Apóstoles esta «gota de miel» que Jesús les daba en medio de su amargura. Muchos años más tarde San Pedro tiene perfectamente nítido estos momentos: ...cuando desde aquella extraordinaria gloria se le hizo llegar esta voz: Éste es mi Hijo querido, en quien me complazco. Esta voz, enviada del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo. El Apóstol lo recordaría hasta el final de sus días.
Siempre hace así Jesús con los suyos. En medio de los mayores padecimientos da el consuelo necesario para seguir adelante.
Este destello de la gloria divina transportó a los Apóstoles a una inmensa felicidad, que hace exclamar a San Pedro: Señor, ¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas... Pedro quiere alargar aquella situación. Pero, como dirá más adelante el Evangelista, no sabía lo que decía; porque lo bueno, lo que importa, no es hallarse aquí o allí, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las circunstancias en que nos hallamos. Si estamos con Él, es igual que nos encontremos en medio de los mayores consuelos del mundo, o en la cama de un hospital entre dolores indecibles. Lo que importa es solo eso: verle y vivir siempre con Él. Es lo único verdaderamente bueno e importante en esta vida y en la otra. Si permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos felices, sea cual sea nuestro lugar y la situación en que nos encontremos. Vultum tuum, Domine, requiram: Deseo verte y buscaré tu rostro, Señor, en las circunstancias ordinarias de mi jornada.
II. San Beda, comentando el pasaje del Evangelio de la Misa, dice que el Señor, «en una piadosa permisión, les permitió (a Pedro, a Santiago y a Juan) gozar durante un tiempo muy corto la contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad». El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el monte fue sin duda una gran ayuda en tantas situaciones difíciles de la vida de estos tres Apóstoles.
La existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, nuestra morada. Caminar en ocasiones áspero y dificultoso, porque con frecuencia hemos de ir contra corriente y tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de nuestra condición se hace más patente: «A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad». Allí «todo es reposo, alegría y regocijo; todo serenidad y calma, todo paz, resplandor y luz. Y no luz como esta de que gozamos ahora y que, comparada con aquella, no pasa de ser como una lámpara junto al sol... Porque allí no hay noche, ni tarde, ni frío, ni calor, ni mudanza alguna en el modo de ser, sino un estado tal que solo entienden quienes son dignos de gozarlo. No hay allí vejez, ni achaques, ni nada que semeje corrupción, porque es el lugar y aposento de la gloria inmortal...
»Y por encima de todo ello, el trato y goce sempiterno de Cristo, de los ángeles..., todos perpetuamente en un sentir común, sin temor a Satanás ni a las asechanzas del demonio ni a las amenazas del infierno o de la muerte».
Nuestra vida en el Cielo estará definitivamente exenta de todo posible temor. No sufriremos la inquietud de perder lo que tenemos, ni desearemos tener algo distinto. Entonces verdaderamente podremos decir con San Pedro: Señor, ¡qué bien estamos aquí! El atisbo de gloria que tuvo el Apóstol lo tendremos en plenitud en la vida eterna. «Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso se barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena».
El pensamiento de la gloria que nos espera debe espolearnos en nuestra lucha diaria. Nada vale tanto como ganar el Cielo. «Y con ir siempre con esta determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna sed en esta vida, daros ha de beber con toda abundancia en la otra y sin temor de que os haya de faltar».
III. Una nube los envolvió enseguida. Recuerda a aquella otra que acompañaba a la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: La nube envolvió el tabernáculo de la reunión y la gloria de Yahvé llenaba todo el lugar. Era la señal que garantizaba las intervenciones divinas: Yahvé dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube densa, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti. Esa nube envuelve ahora en el Tabor a Cristo y de ella surge la voz poderosa de Dios Padre: Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle a él.
Y Dios Padre habla a través de Jesucristo a todos los hombres de todos los tiempos. Su voz se oye en cada época, de modo singular a través de la enseñanza de la Iglesia, que «busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular».
Al alzar sus ojos no vieron a nadie sino solo a Jesús, y no estaban Elías y Moisés. Solo ven al Señor. Al Jesús de siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza para ser comprendido... A Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. Lo normal para los Apóstoles fue ver al Señor así, lo excepcional fue verlo transfigurado.
A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en la oración, cuando perdona, en el sacramento de la Penitencia, y, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente. Pero normalmente no se nos muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear lo extraordinario.
Nunca debemos olvidar que aquel Jesús con el que estuvieron en el monte Tabor aquellos tres privilegiados es el mismo que está junto a nosotros cada día. «Cuando Dios os concede la gracia de sentir su presencia y desea que le habléis como al amigo más querido, exponedle vuestros sentimientos con toda libertad y confianza. Se anticipa a darse a conocer a los que le anhelan (Sab 6, 14). Sin esperar a que os acerquéis a Él, se anticipa cuando deseáis su amor, y se os presenta, concediéndoos las gracias y remedios que necesitáis. Solo espera de vosotros una palabra para demostraros que está a vuestro lado y dispuesto a escucharos y consolaros: Sus oídos están atentos a la oración (Sal 33, 16) (...).
»Los demás amigos, los del mundo, tienen horas que pasan conversando juntos y horas en que están separados; pero entre Dios y vosotros, si queréis, jamás habrá una hora de separación».
¿No será nuestra vida distinta en esta Cuaresma, y siempre, si actualizáramos más frecuentemente esa presencia divina en lo habitual de cada día, si procuráramos decir más jaculatorias, más actos de amor y de desagravio, más comuniones espirituales...? «Para tu examen diario: ¿he dejado pasar alguna hora, sin hablar con mi Padre Dios?... ¿He conversado con Él, con amor de hijo? —¡Puedes!»