La liturgia de hoy nos presenta un texto del libro del Génesis, relacionado con el Evangelio. Se nos habla de Abrahán. Abrahán es modelo del creyente porque su fe está vivificada por la caridad y por la humildad. Cuando acoge hospitalariamente a los misteriosos personajes (el mismo Dios) en el encinar de Mambré, por ejemplo, su “regateo” con Dios intercediendo a favor de las ciudades que estaban llenas de pecadores, el ponerse en segundo plano ante su sobrino Lot, dejándole elegir primero, dándole la tierra más fértil….
Lo que hoy escuchamos en las lecturas expresa especialmente su disposición interior, manifestada en el gesto de postrarse en adoración al recibir la “promesa” de convertirse en bendición para todos los pueblos. Apoyándose humildemente en la Palabra de Dios a pesar de que todo parecía imposible, Abrahán creyó que llegaría a ser fecundo.
La fe es una lucha por la vida. Jesús es el verdadero descendiente de Abrahán, porque en el combate entre la muerte y la vida, su fe abre a todos una esperanza inesperada. En el muro de la angustia que nos oprime, Jesús abre una brecha para que pueda irrumpir la vida, y es que él es la vida: “Antes que naciese Abrahán, yo soy”.
Pero Jesús sigue teniendo problemas con sus contemporáneos. Cogen piedras para arrojárselas. No querían cambiar. Incluso ante un personaje que les ofrece la vida eterna, gracias a la fe. Jesús se revela como el Hijo de Dios, por eso osa decirles a los judíos que él es anterior a Abraham.
Reconocer a Jesús como el Señor, como el Hijo de Dios, es una de las cosas que tenemos que pedirle al Espíritu de Dios que nos regale en esta Cuaresma. Mientras no reconozcamos a Jesús como el Señor, los cambios en nuestra vida no serán profundos. Seremos como los que oían a Cristo y cogían piedras para tirárselas. Nos hace mucha falta. Para ir hasta el final.
Ser verdaderamente hijos de Dios
La primera lectura de hoy (Gn 17,3-9) nos presenta la alianza que Yahvé Dios pacta con Abraham. Una alianza que por sus propios términos iba a ser perpetua. Una alianza que se trasmitiría por la carne (por herencia), por eso Dios utiliza un signo carnal para sellar la misma: la circuncisión. Dios le cambia el nombre a Abrán para significar su cambio de misión, y le llama Abraham, que quiere decir padre de muchedumbre de pueblos (Ab = padre, y ham = muchedumbre). Pero más allá de la herencia carnal, Abraham se convierte en “padre de la fe” para todos los que creen en las promesas de Dios.
En la lectura evangélica (Jn 8,51-59), Jesús alude a esa genealogía que comienza con Abraham: “Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría”.
En ocasiones anteriores hemos señalado que Juan resalta la divinidad de Jesús, ya que el objetivo principal de su evangelio es combatir una herejía (los “ebionistas”) que negaba la divinidad de Jesucristo (Cfr. Jn 20,30-31). De ahí que cuando Él aludió a Abraham de esa manera los judíos le dijeron: “No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?” A lo que Jesús respondió: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy”. Jesús está diciendo que Él “es” antes de Abraham y “es” ahora, es eterno, por lo tanto es Dios. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). De igual modo fue presentado por Juan el Bautista: “A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo” (Jn 1,30).
Pero Jesús va más allá: “En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Eso resultaba inaceptable para los judíos que le escuchaban, quienes lo tildaron de endemoniado, diciéndole: “¿y tú dices: ‘Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre?’ ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?”
La actuación de Jesús sigue incomodando cada vez más al poder político-religioso de su época. El complot para eliminarlo se acrecienta. El cerco sigue cerrándose, pero todavía no ha llegado su hora. “Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo”.
La liturgia continúa acercándonos al Misterio Pascual de Jesús. Ya pasado mañana es la víspera del domingo de ramos. Ayer nos decía que en Él encontraríamos la Verdad y que esa Verdad nos haría libres. Hoy ha añadido: “quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Es decir, que además de ser libres, tendremos vida en plenitud, y vida eterna.
El llamado a la conversión está vigente. Todavía estamos a tiempo. Si creemos en Él y “le creemos” (tenemos fe), tendremos Vida. Anda, ¡atrévete! El sacramento de la reconciliación está a nuestro alcance. ¿Y sabes qué? Él te está esperando para darte el abrazo más tierno y cálido que hayas sentido. Entonces comprenderás…
25 de marzo
LA VOCACIÓN DE SANTA MARÍA
— El ejemplo de Nuestra Señora.
— Corresponder a la propia vocación.
— El sí que nos pide el Señor.
I. Al entrar al mundo dijo el Señor: Vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.
La Anunciación y Encarnación del Hijo de Dios es el hecho más maravilloso y extraordinario, el misterio más entrañable de las relaciones de Dios con los hombres y el más trascendental de la historia de la humanidad: ¡Dios se hace hombre y para siempre! Y sin embargo este acontecimiento tuvo lugar en un pueblo pequeño de un país prácticamente desconocido en su tiempo. En Nazareth, «el que es Dios verdadero nace como hombre verdadero, sin que falte nada a la integridad de su naturaleza humana, conservando la totalidad de la esencia que le es propia y asumiendo la totalidad de nuestra esencia humana... para restaurarla».
San Lucas nos narra con suma sencillez este supremo acontecimiento: En el sexto mes fue enviado un ángel a una ciudad de Galilea, llamada Nazareth, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María. La piedad popular ha representado desde antiguo a Santa María recogida en oración cuando recibe la embajada del ángel: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Nuestra Madre quedó turbada ante estas palabras, pero con una turbación que no la deja paralizada. Ella conocía bien la Escritura por la instrucción que todo judío recibía desde los primeros años y, sobre todo, por la claridad y penetración que le daban su fe incomparable, su profundo amor y los dones del Espíritu Santo. Por eso entendió el mensaje de aquel enviado de Dios. Su alma está completamente abierta a lo que Dios le va a pedir. El ángel se apresura a tranquilizarla y le descubre el designio del Señor sobre ella, su vocación: has hallado gracia delante de Dios –le dice–: concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin.
«El mensajero saluda, en efecto, a María como llena de gracia: la llama así como si este fuera su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio en el registro civil, Miryam (María), sino con este nombre nuevo: llena de gracia. ¿Qué significa este nombre? ¿Por qué el arcángel llama así a la Virgen de Nazareth?
»En el lenguaje de la Biblia, gracia significa un don especial que, según el Nuevo Testamento, tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cfr. 1 Jn 4, 8)». María es llamada llena de gracia porque este nombre designa su verdadero ser. Cuando Dios cambia un nombre a alguien o le da un sobrenombre, le destina a algo nuevo o le descubre su verdadera misión en la historia de la salvación. María es llamada llena de gracia, agraciadísima, en razón de su Maternidad divina.
El anuncio del ángel descubre a María su propio quehacer en el mundo, la clave de toda su existencia. La Anunciación fue para Ella una iluminación perfectísima que alcanzó su vida entera y la hizo plenamente consciente de su papel excepcional en la historia de la humanidad. «María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo a través de este acontecimiento».
Cada día –en el Ángelus–, muchos cristianos en todo el mundo recordamos a Nuestra Madre este momento inefable para Ella y para toda la humanidad; también cuando contemplamos el primer misterio de gozo del Santo Rosario. Procuremos meternos en esa escena y contemplar a Santa María que abraza con amorosa piedad la santa voluntad de Dios. «Cómo enamora la escena de la Anunciación. –María –¡cuántas veces lo hemos meditado! está recogida en oración..., pone sus cinco sentidos y todas sus potencias al habla con Dios. En la oración conoce la Voluntad divina; y con la oración la hace vida de su vida: ¡no olvides el ejemplo de la Virgen!».
II. Aquí estoy para hacer tu voluntad.
La Trinidad Santísima había trazado un plan para Nuestra Señora, un destino único y absolutamente excepcional: ser Madre del Dios encarnado. Pero Dios pide a María su libre aceptación. No dudó Ella de las palabras del ángel, como había hecho Zacarías; manifiesta, sin embargo, la incompatibilidad entre su decisión de vivir siempre la virginidad, que el mismo Dios había puesto en su corazón, y la concepción de un hijo. Es entonces cuando el ángel le anuncia en términos claros y sublimes que iba a ser madre sin perder su virginidad: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que nacerá será llamado Santo, Hijo de Dios.
María escucha y pondera en su corazón estas palabras. Ninguna resistencia en su inteligencia y su corazón: todo está abierto a la voluntad divina, sin restricción ni limitación alguna. Este abandono en Dios es lo que hace al alma de María ser buena tierra capaz de recibir la semilla divina. Ecce ancilla Domini... he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Nuestra Señora acepta con inmensa alegría no tener otra voluntad y otro querer que el de su Amo y Señor, que desde aquel momento es también Hijo suyo, hecho hombre en sus purísimas entrañas. Se entrega sin limitación alguna, sin poner condiciones, con júbilo y libremente. «Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús y, al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres».
La vocación de Santa María es el ejemplo perfecto de toda vocación. Entendemos la vida nuestra y los acontecimientos que la rodean a la luz de la propia llamada. Es en el empeño por llevar a cabo ese designio divino donde encontramos el camino del Cielo y la propia plenitud humana y sobrenatural.
La vocación no es tanto la elección que nosotros hacemos, como aquella que Dios ha hecho de nosotros a través de mil circunstancias que es necesario saber interpretar con fe y con un corazón limpio y recto. No me habéis elegido vosotros a Mí, sino que Yo os elegí a vosotros. «Toda vocación, toda existencia, es por sí misma una gracia que encierra en sí otras muchas. Una gracia, esto es, un don, algo que se nos da, que se nos regala sin derecho alguno de nuestra parte, sin mérito propio que lo motive o -menos aún justifique. No es preciso que la vocación, el llamamiento a cumplir el designio de Dios, la misión asignada, sea grande o brillante: basta que Dios haya querido utilizarnos, servirse de nosotros, basta el hecho de que confíe en nuestra colaboración. Es esto ya, en sí mismo, tan inaudito, tan grandioso, que toda una vida dedicada al agradecimiento no bastaría para corresponder».
Hoy le será muy grato a Dios que le demos gracias por las incontables luces que han ido señalando el itinerario de nuestra llamada, y que lo hagamos a través de su Madre Santísima que tan fidelísimamente correspondió a lo que el Señor quiso de Ella.
III. Ne timeas...
«No temas. Aquí radica el elemento constitutivo de la vocación. El hombre, de hecho, teme. Teme no solamente ser llamado al sacerdocio, sino también ser llamado a la vida, a sus obligaciones, a una profesión, al matrimonio. Este temor muestra un sentido de responsabilidad inmadura. Hay que superar el temor para acceder a una responsabilidad madura: hay que aceptar la llamada, escucharla, asumirla, ponderarla según nuestras luces, y responder: sí, sí. No temas, no temas, pues has hallado la gracia, no temas a la vida, no temas tu maternidad, no temas tu matrimonio, no temas tu sacerdocio, pues has hallado la gracia. Esta certidumbre, esta conciencia nos ayuda de igual forma que ayudó a María. En efecto, “la tierra y el paraíso esperan tu sí, oh Virgen Purísima”. Son palabras de San Bernardo, famosas y hermosísimas palabras. Espera tu sí, María. Espera tu sí, madre que vas a tener un hijo; espera tu sí, hombre que debes asumir una responsabilidad personal, familiar y social...
»Esta es la respuesta de María, la respuesta de una madre, la respuesta de un joven: un sí para toda la vida», que nos compromete gozosamente.
La respuesta de María –fiat– es aún más definitiva que un simple sí. Es la entrega total de la voluntad a lo que el Señor quería de Ella en aquel momento y a lo largo de toda su vida. Este fiat tendrá su culminación en el Calvario cuando, junto a la Cruz, se ofrezca juntamente con su Hijo.
El sí que nos pide el Señor, a cada uno en su propio camino, se prolonga a lo largo de toda la vida, en acontecimientos pequeños unas veces, mayores otras, en las sucesivas llamadas, de las cuales unas son preparación para las siguientes. El sí a Jesús nos lleva a no pensar demasiado en nosotros mismos y a estar atentos, con el corazón vigilante, hacia donde viene la voz del Señor que nos señala el camino que Él traza a los suyos. En esta correspondencia amorosa se van entrelazando, en perfecta armonía, la propia libertad y la voluntad divina,
Pidamos hoy a Nuestra Señora el deseo sincero y grande de conocer con más hondura la propia vocación, y luz para corresponder a las sucesivas llamadas que el Señor nos hace. Pidámosle que sepamos darle una respuesta pronta y firme en cada circunstancia, pues solo la vocación es lo que llena una vida y le da sentido.
Cuaresma. 5ª semana. Jueves
CONTEMPLAR LA PASIÓN
— La costumbre de meditar la Pasión de Nuestro Señor. Amor y devoción al Crucifijo.
— Cómo meditar la Pasión.
— Frutos de esta meditación.
I. ¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme. Yo te di a beber el agua salvadora que brotó de la peña; tú me diste a beber hiel y vinagre. ¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho...?.
La liturgia de estos días nos acerca ya al misterio fundamental de nuestra fe: la Resurrección del Señor. Si todo el año litúrgico se centra en la Pascua, este tiempo «aún exige de nosotros una mayor devoción, dada su proximidad a los sublimes misterios de la misericordia divina». «No recorramos, sin embargo, demasiado deprisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte (Cfr. Rom 8, 17). Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario». Por eso, durante estos días, acompañemos a Jesús, con nuestra oración, en su vía dolorosa y en su muerte en la Cruz. Mientras le hacemos compañía, no olvidemos que nosotros fuimos protagonistas de aquellos horrores, porque Jesús cargó con nuestros pecados, con cada uno de ellos. Fuimos rescatados de las manos del demonio y de la muerte eterna a gran precio, el de la Sangre de Cristo.
La costumbre de meditar la Pasión tiene su origen en los mismos comienzos del Cristianismo. Muchos de los fieles de Jerusalén de la primera hora tendrían un recuerdo imborrable de los padecimientos de Jesús, pues ellos mismos estuvieron presentes en el Calvario. Jamás olvidarían el paso de Cristo por las calles de la ciudad la víspera de aquella Pascua. Los Evangelistas dedicaron una buena parte de sus escritos a narrar con detalle aquellos sucesos. «Leamos constantemente la Pasión del Señor –recomendaba San Juan Crisóstomo–. ¡Qué rica ganancia, cuánto provecho sacaremos! Porque al contemplarle sarcásticamente adorado, con gestos y con acciones, y hecho blanco de burlas, y después de esta farsa abofeteado y sometido a los últimos tormentos, aun cuando fueres más duro que una piedra, te volverás más blando que la cera, y arrojarás toda soberbia de tu alma». ¡A cuántos ha convertido la meditación atenta de la Pasión!
Santo Tomás de Aquino decía: «la Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida». Y visitando un día a San Buenaventura, le preguntó Santo Tomás de qué libros había sacado tan buena doctrina como exponía en sus obras. Se dice que San Buenaventura le presentó un Crucifijo, ennegrecido ya por los muchos besos que le había dado, y le dijo: «Este es el libro que me dicta todo lo que escribo; lo poco que sé aquí lo he aprendido». En él los santos aprendieron a padecer y a amar de verdad. En él debemos aprender nosotros. «Tu Crucifijo. —Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también».
La Pasión del Señor debe ser tema frecuente de nuestra oración, pero especialmente lo ha de ser en estos días ya próximos al misterio central de nuestra redención.
II. «En la meditación, la Pasión de Cristo sale del marco frío de la historia o de la piadosa consideración, para presentarse delante de los ojos, terrible, agobiadora, cruel, sangrante..., llena de Amor».
Nos hace mucho bien contemplar la Pasión de Cristo: en nuestra meditación personal, al leer el Santo Evangelio, en los misterios dolorosos del Santo Rosario, en el Vía Crucis... En ocasiones nos imaginamos a nosotros mismos presentes entre los espectadores que fueron testigos de esos momentos. Ocupamos un lugar entre los Apóstoles durante la Última Cena, cuando nuestro Señor les lavó los pies y les hablaba con aquella ternura infinita, en el momento supremo de la institución de la Sagrada Eucaristía...; uno más entre los tres que se durmieron en Getsemaní, cuando el Señor más esperaba que le acompañásemos en su infinita soledad...; uno entre los que presenciaron el prendimiento; uno entre los que oyeron decir a Pedro, con juramento, que no conocía a Jesús; uno que oyó a los falsos testigos en aquel simulacro de juicio, y vio al sumo sacerdote rasgarse las vestiduras ante las palabras de Jesús; uno entre la turba que pedía a gritos su muerte y que le contemplaba levantado en la Cruz en el Calvario. Nos colocamos entre los espectadores y vemos el rostro deformado pero noble de Jesús, su infinita paciencia...
También podemos intentar, con la ayuda de la gracia, contemplar la Pasión como la vivió el mismo Cristo. Parece imposible, y siempre será una visión muy empobrecida con relación a la realidad, a lo que de hecho sucedió, pero para nosotros puede llegar a ser una oración de extraordinaria riqueza. Dice San León Magno que «el que quiera de verdad venerar la pasión del Señor debe contemplar de tal manera a Jesús crucificado con los ojos del alma que reconozca su propia carne en la carne de Jesús».
¿Qué experimentaría la santidad infinita de Jesús en Getsemaní, cargando con todos los pecados del mundo, la infamias, las deslealtades, los sacrilegios...? ¿Qué soledad ante aquellos tres discípulos que había llevado para que le acompañaran y por tres veces encontró dormidos? También ve, en todos los siglos, a aquellos amigos suyos que se quedarán dormidos en sus puestos, mientras los enemigos están en vigilia.
III. Para conocer y seguir a Cristo debemos conmovernos ante su dolor y desamparo, sentirnos protagonistas, no solo espectadores, de los azotes, las espinas, los insultos, los abandonos, pues fueron nuestros pecados los que le llevaron al Calvario. Pero «conviene que profundicemos en lo que nos revela la muerte de Cristo, sin quedarnos en formas exteriores o en frases estereotipadas. Es necesario que nos metamos de verdad en las escenas que revivimos (...): el dolor de Jesús, las lágrimas de su Madre, la huida de los discípulos, la valentía de las santas mujeres, la audacia de José y de Nicodemo, que piden a Pilato el cuerpo del Señor».
«Quisiera sentir lo que sientes, pero no es posible. Tu sensibilidad –eres perfecto hombre– es mucho más aguda que la mía. A tu lado compruebo, una vez más, que no sé sufrir. Por eso me asusta tu capacidad de darlo todo sin reservas.
»Jesús, necesito decirte que soy cobarde, muy cobarde. Pero al contemplarte clavado ya al madero, “sufriendo cuanto se puede sufrir, con los brazos extendidos en ese gesto de sacerdote eterno” (Santo Rosario, San Josemaría Escrivá), voy a pedirte una locura: quiero imitarte, Señor. Quiero entregarme de una vez, de verdad, y estar dispuesto a llegar hasta donde tú me lleves. Sé que es una petición muy por encima de mis fuerzas. Pero sé, Jesús, que te quiero».
«Acerquémonos, en suma, a Jesús muerto, a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota. Pero acerquémonos con sinceridad, sabiendo encontrar ese recogimiento interior que es señal de madurez cristiana. Los sucesos divinos y humanos de la Pasión penetrarán de esta forma en el alma, como palabra que Dios nos dirige, para desvelar los secretos de nuestro corazón y revelarnos lo que espera de nuestras vidas».
La meditación de la Pasión de Cristo nos consigue innumerables frutos. En primer lugar nos ayuda a tener una aversión grande a todo pecado, pues Él fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. Jesús crucificado debe ser el libro en el cual, a ejemplo de los santos, debemos leer de continuo para aprender a detestar el pecado y a inflamarnos en el amor de un Dios tan amante; porque en las llagas de Cristo leemos la malicia del pecado, que le condenó a sufrir muerte tan cruel e ignominiosa para satisfacer a la Justicia divina, y las pruebas del amor que Jesucristo ha tenido con nosotros, sufriendo tantos dolores precisamente para declararnos lo mucho que nos amaba.
«—Y se siente que el pecado no se reduce a una pequeña “falta de ortografía”: es crucificar, desgarrar a martillazos las manos y los pies del Hijo de Dios, y hacerle saltar el corazón». Un pecado es mucho más que «un error humano».
Los padecimientos de Cristo nos animan a huir de todo lo que pueda significar aburguesamiento, desgana y pereza. Avivan nuestro amor y alejan la tibieza. Hacen a nuestra alma mortificada, guardando mejor los sentidos.
Si alguna vez el Señor permite enfermedades, dolores o contradicciones particularmente intensas y graves, nos será de gran ayuda y alivio el considerar los dolores de Cristo en su Pasión. Él experimentó todos los sufrimientos físicos y morales, pues «padeció de los gentiles y de los judíos, de los hombres y de las mujeres, como se ve en las sirvientas que acusaron a San Pedro. Padeció también de los príncipes y de sus ministros, y de la plebe... Padeció de los parientes y conocidos, pues sufrió por causa de Judas, que le traicionó, y de Pedro, que le negó. De otra parte, padeció cuanto el hombre puede padecer. Pues Cristo padeció de los amigos, que le abandonaron; padeció en la fama, por las blasfemias proferidas contra Él; padeció en el honor y en la honra, por las irrisiones y burlas que le infirieron; en los bienes, pues fue despojado hasta de los vestidos; en el alma, por la tristeza, el tedio y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes».
Hagamos el propósito de estar más cerca de la Virgen estos días que preceden a la Pasión de su Hijo, y pidámosle que nos enseñe a contemplarle en esos momentos en los que tanto sufrió por nosotros.