Perdón de las ofensas
Mateo 5, 20-26
Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego. Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo.
Viernes de la primera semana de Cuaresma
La Cuaresma es un tiempo de penitencia
Una penitencia especialmente grata al Señor es aquella que recoge muchas muestras de caridad y tiende a facilitar a otros el camino hacia Dios, haciéndoselo más amable.
I. La eficacia de la auténtica penitencia, que es la conversión del corazón a Dios, puede perderse si se cae en la tentación, frecuente antes y ahora, de soslayar que el pecado es personal. Dios quiere que el pecador se convierta y viva (Ezequiel 18, 23), pero éste ha de cooperar con su arrepentimiento y su penitencia. “El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad” (JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica). Los pecados dejan una huella en el alma. Además existen pecados y faltas no advertidas por falta de espíritu de examen o por falta de delicadeza de conciencia... Son como malas raíces que han quedado en el alma y que es necesario arrancar mediante la penitencia para impedir que generen frutos amargos. Concretaremos la penitencia en cosas pequeñas, y también con el consejo del director espiritual, otras mortificaciones de más relieve, que nos ayuden a purificar el alma y a desagraviar por los pecados propios y ajenos.
II. El pecado deja una huella en el alma que es preciso borrar con dolor, con mucho amor. Por otra parte, aunque el pecado es siempre una ofensa personal a Dios, no deja de tener sus efectos en los demás. Para bien o para mal estamos constantemente influyendo en quienes nos rodean, en la Iglesia y en el mundo. “No existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana” (Juan Pablo II). Nos pide el Señor que seamos motivo de alegría y luz para toda la Iglesia, y sabernos ayuda, también en penitencia, para todo el Cuerpo Místico de Cristo. Penitencia discreta, alegre, inadvertida en medio del mundo, pero traducida en hechos concretos.
III. La vida del cristiano puede estar llena de esta penitencia que Dios ve: ofrecimiento de la enfermedad o del cansancio, rendimiento del propio juicio, trabajo acabado y bien hecho por amor de Dios. Una penitencia especialmente grata al Señor es aquella que recoge muchas muestras de caridad y tiende a facilitar a otros el camino hacia Dios, haciéndoselo más amable. Nuestra Madre Santa María nos enseñará a encontrar muchas ocasiones para ser generosos en la entrega a quienes están a nuestro lado en el quehacer de todos los días.
Conversión y renovación del corazón
Entrar constantemente dentro de nosotros mismos y vigilar nuestra alma es el camino necesario, ineludible para poder llegar a vivir esta penitencia de los sentimientos. Es el camino del cual no podemos prescindir para tener bien dominada toda esa corriente que son los sentimientos, de manera que no perdamos nada de la riqueza que ella nos pueda aportar, pero tampoco nos dejemos arrastrar por la corriente, que a veces puede llevarnos lejos de Dios nuestro Señor.
Toda la Cuaresma, con su constante invitación a la conversión, es un hermoso recordatorio de cómo Dios nuestro Señor nos quiere, a todos y cada uno de nosotros, plenamente santos, absolutamente santos. “Purifíquense de todas sus iniquidades, renueven su corazón y su espíritu, dice el Señor”.
La ley de santidad, que nos exige y que nos obliga a todos, se convierte en un imperativo al que nosotros no podemos renunciar. Pero seríamos bastante ingenuos si esta ley de santidad pretendiéramos vivirla alejados de lo que somos, de nuestra realidad concreta, de los elementos que nos constituyen, de las fibras más interiores de nuestro ser. Seríamos ingenuos si no nos atreviéramos a discernir en nuestra alma aquellas situaciones que pueden estar verdaderamente impidiendo una auténtica conversión. La conversión no es solamente ponerse ceniza, la conversión no es guardar abstinencia de carne, no es sólo hacer penitencias o dar limosnas. La conversión es una transformación absoluta del propio ser.
“Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud de la justicia, él mismo salva su vida si recapacita y se aparta de los delitos cometidos; ciertamente vivirá y no morirá”. Esta frase del profeta Ezequiel nos habla de la necesidad de llegar hasta los últimos rincones de nuestra personalidad en el camino de conversión. Nos habla de la importancia de que no quede nada de nosotros apartado de la exigencia de conversión. Y si nosotros quisiéramos preguntarnos cuál es el primer elemento que tenemos que atrevernos a purificar en nuestra vida, el elemento fundamental sin el cual nuestra existencia puede ver truncada su búsqueda de santidad, creo que tendríamos que entrar y atrevernos a examinar nuestros sentimientos.
¡Cuántas veces son nuestros sentimientos los que nos traicionan! ¡Cuántas veces es nuestra afectividad la que nos impide lograr una real conversión! ¡Cuántos de nosotros, en el camino de santidad, nos hemos visto obstaculizados por algo que sentimos escapársenos de nuestras manos, que sentimos írsenos de nuestra libertad, que son nuestros sentimientos! Los sentimientos, que son una riqueza que Dios pone en nuestra alma, se acaban convirtiendo en una cadena que nos atrapa, que nos impide razonar y reaccionar; nos impiden tomar decisiones y afirmarnos en el propósito de conversión. La penitencia de los sentimientos es el camino que nos tiene que acabar llevando en todas las Cuaresmas, más aún, en la Cuaresma continua que tiene que ser nuestra existencia, hacia el encuentro auténtico con Dios nuestro Señor.
Jesucristo, en el Evangelio, nos habla de la importancia que tiene el ser capaces de dominar nuestros sentimientos para poder lograr una auténtica conversión. La Antigua Ley hablaba de que el que mataba cometía pecado y era llevado ante el tribunal, pero Cristo no se conforma simplemente con esto; Cristo va más allá en lo que tiene que ir haciendo plena a la persona. Jesucristo nos invita, como parte de este camino de conversión, a la purificación de nuestros sentimientos, a la penitencia interior cuando nos dice: “Todo el que se enoje con su hermano, será llevado hasta el tribunal”.
En cuántas ocasiones nosotros buscamos quién sabe qué mortificaciones raras y andamos pensando qué le podríamos ofrecer al Señor, y no nos damos cuenta de que llevamos una penitencia incorporada en nosotros mismos a través de nuestros sentimientos. No nos damos cuenta de que nuestros sentimientos se convierten en un campo en el que nuestra vida espiritual muchas veces naufraga.
¡Cuántas veces nuestros anhelos de perfección se han visto carcomidos por los sentimientos! ¡Cuántas veces el interés por los demás, porque los demás crezcan, por ayudar a los demás, se ha visto arruinado por los sentimientos! ¡Cuántas veces un deseo de una mayor entrega, un interés por decirle a Cristo «sí» con más profundidad, se ha visto totalmente apartado del camino por culpa de los sentimientos! No porque ellos sean malos, porque son un don de Dios, y como don de Dios, tenemos que hacerlos crecer y enriquecernos con ellos. Pero, tristemente, cuántas veces esos sentimientos nos traicionan. Nuestra conversión, para que sea verdadera, para que sea plena, tiene que aprender a pasar por el dominio de nuestros sentimientos. Y para lograrlo, la gracia tiene que llegar tan hondo a nuestro interior, que incluso nuestros sentimientos se vean transfigurados por ella.
¿Cuál es el camino para esto? El camino es el examen: “Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene una queja contra ti [...]”. Entrar constantemente dentro de nosotros mismos y vigilar nuestra alma es el camino necesario, ineludible para poder llegar a vivir esta penitencia de los sentimientos. Es el camino del cual no podemos prescindir para tener bien dominada toda esa corriente que son los sentimientos, de manera que no perdamos nada de la riqueza que ella nos pueda aportar, pero tampoco nos dejemos arrastrar por la corriente, que a veces puede llevarnos lejos de Dios nuestro Señor.
Para entrar en nosotros es necesario que la memoria y el recuerdo se transformen como en un espejo en el cual nuestra alma está siendo examinada, percibida constantemente por nuestra conciencia, para ver hasta qué punto el sentimiento está enriqueciéndome o hasta qué punto está traicionándome. Hasta qué punto el sentimiento está dándome plenitud o hasta qué punto el sentimiento me está atando a mí mismo, a mi egoísmo, a mis pasiones, a mis conveniencias.
Vigilar, estar atentos, recordar, pero al mismo tiempo, es fundamental que el camino de conversión no simplemente pase por una vigilancia, que nos podría resultar obscura y represiva, sino es necesario, también, que el camino de conversión pase por un enriquecimiento. Si alguien tendría que tener unos sentimientos ricos, muy fecundos, ése tendría que ser un cristiano, tendría que ser un santo, porque solamente el santo —el auténtico cristiano— potencia toda su personalidad impulsado por la gracia, para que no haya nada de él que quede sin redimir, sin ser tocado por la Cruz de Cristo.
Cristo, cuando está hablando a los fariseos les dice: “Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán ustedes en el Reino de los Cielos”. No podemos quedarnos con una justicia del «no harás», tenemos que buscar una justicia del «hacer», del llevar a plenitud, del enriquecimiento, que es parte de nuestra conversión. Y en este sentido, tenemos que estar constantemente preguntándonos si ya hemos enriquecido todos nuestros sentimientos: el cariño, el afecto, la ternura, la compasión, la sensibilidad; todos los sentimientos que nosotros podemos tener de justicia, de interés, de preocupación; todos los sentimientos que podemos tener de acercamiento a los demás, de percepción de las situaciones de los otros. ¿Hasta qué punto nos estamos enriqueciendo buscando cada día darle más cercanía a la gracia de Cristo?
Dice el salmo: “Perdónanos Señor y viviremos”. En estas tres palabras podríamos encerrar esta penitencia de los sentimientos. Que el Señor nos perdone, es decir, que nos purifique. Llegar a limpiar los sentimientos de todo egoísmo, de toda preocupación por nosotros mismos, de toda búsqueda interesada de nosotros. Pero no basta, hay que vivir de ese perdón; de esa purificación tiene que nacer la vida y tiene que nacer un enriquecimiento nuestro y de los demás.
El camino de conversión es difícil, exige una gran apertura del corazón, exige estar dispuestos, en todo momento, a cuestionarnos y a enriquecernos. Hagamos de la Cuaresma un camino de enriquecimiento, un camino de encuentro más profundo con Cristo, un camino en el que al final, la Cruz de Cristo haya tocado todos los resortes de nuestra personalidad.
Policarpo significa: el que produce muchos frutos de buenas obras. Este santo , según la tradición, tuvo el honor de ser discípulo de San Juan Evangelista. Hoy recordamos a este mártir del siglo II que dio su vida por amor al Señor. Este es el culmen de la fertilidad, darlo absolutamente todo. Y esta semilla produce sus frutos. Darnos, darnos, producir fruto, ser útiles a los demás, iluminar el entorno en el que habitamos cada jornada: nuestra casa, el trabajo, las personas que viven con nosotros, con las que nos cruzamos a diario.
Cada día de nuestra vida tenemos ocasión de producir obras buenas, de dar frutos. El profeta Ezequiel nos recuerda en la primera lectura que “..cuando el inocente se aparta de su inocencia, comete la maldad y muere […] Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida”. No debemos bajar la guardia, debemos estar siempre atentos a seguir entregando la vida.
“Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”, nos recuerda hoy Jesús. ¿Qué hacemos si no de extraordinario? ¿Para qué nos sirve la fe? Para ser mejores, para hacer la vida más agradable a los otros, para sanar heridas, para no caer en el mal…
Jesús nos invita a ir más allá, a no conformarnos con la ética de mínimos. No seamos nosotros los que pongamos freno a la acción de un Espíritu Santo que quiere y necesita hacer más en nosotros. San Policarpo dejó actuar al Espíritu y fue colmado de amor en su sufrimiento. Ayúdanos Jesús a darlo todo en este tiempo de crecimiento que es la Cuaresma.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.
El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.
Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud” (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.
Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.
La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, a sabiendas de van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.
El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.
Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.
Señor, durante esta Cuaresma y durante todo el año, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.
Cuaresma. 1ª semana. Viernes
LA CUARESMA, TIEMPO DE PENITENCIA
— El pecado es personal. Sinceridad para reconocer nuestros errores y flaquezas. Necesidad de la penitencia.
— El pecado personal tiene efectos en los demás. Reparar por los pecados del mundo. Penitencia y Comunión de los Santos.
— Penitencia en la vida ordinaria, en el servicio a las personas que nos rodean.
I. La eficacia de la auténtica penitencia, es la conversión del corazón a Dios, puede perderse si se cae en la tentación, frecuente antes y ahora, de soslayar que el pecado es personal. En la Primera lectura de la Misa, el profeta Ezequiel pone en guardia a los judíos de su época para que no olviden la gran lección del destierro, pues lo veían como algo inevitable y fraguado de antiguo por los pecados de otros. El Profeta declara que el cque astigo es consecuencia de los pecados actuales de cada individuo. El Espíritu Santo nos habla, a través de sus palabras, de la responsabilidad individual y, por tanto, de la penitencia y de la salvación personal. Así dice el Señor: El que peca, ese morirá; el hijo no cargará con la culpa del padre, el padre no cargará con la culpa del hijo; sobre el justo recaerá su justicia, sobre el malvado recaerá su maldad.
Dios quiere que el pecador se convierta y viva, pero este ha de cooperar con su arrepentimiento y sus obras de penitencia. «El pecado –dice Juan Pablo II–, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad». Descargar al hombre de esta responsabilidad «supondría eliminar la dignidad y la libertad de las personas, que se revelan –aunque sea de modo tan negativo y tan desastroso– también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa».
Por eso, es una gracia del Señor no dejar de arrepentirnos de nuestros pecados pasados ni enmascarar los presentes, aunque sean solo imperfecciones, faltas de amor... Que podamos decir nosotros también: porque yo conozco mi iniquidad, y mi pecado está siempre delante de mí. Es cierto que confesamos un día nuestras culpas y el Señor nos dijo: Anda, vete y no peques más. Pero los pecados dejan una huella en el alma. «Perdonada la culpa, permanecen las reliquias del pecado, disposiciones causadas por los actos precedentes; quedan, sin embargo, debilitadas y disminuidas de manera que no dominan al hombre, y están más en forma de disposición que de hábito». Además existen pecados y faltas no advertidas por falta de espíritu de examen, por falta de delicadeza de conciencia... Son como malas raíces que han quedado en el alma y que es necesario arrancar mediante la penitencia para impedir que generen frutos amargos.
Son muchos los motivos para hacer penitencia en este tiempo de Cuaresma, y debemos concretarla en cosas pequeñas: mortificación en las comidas –como la abstinencia que manda la Iglesia–, vivir la puntualidad, guardar la imaginación... Y también, con el consejo del director espiritual, del confesor, otras mortificaciones de más relieve, que nos ayuden a purificar nuestra alma y a desagraviar por los pecados propios y ajenos.
II. El pecado deja una huella en el alma que es preciso borrar con dolor, con mucho amor. Por otra parte, aunque el pecado es siempre una ofensa personal a Dios, no deja de tener sus efectos en los demás. Para bien o para mal estamos constantemente influyendo en quienes nos rodean, en la Iglesia, en el mundo. No solo por el buen o el mal ejemplo que damos o por los resultados directos de nuestras acciones. «Es esta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que “toda alma que se eleva, eleva al mundo”. A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que puede hablarse de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana».
Nos pide el Señor que seamos motivo de alegría y luz para toda la Iglesia. Será una gran ayuda en medio de nuestro trabajo y de nuestros quehaceres pensar en los demás, sabernos ayuda –también en la penitencia– para todo el Cuerpo Místico de Cristo, y en especial para aquellas personas que, en el caminar de la vida, el Señor ha puesto junto a nosotros y con las que mantenemos una especial unión: «Si sientes la Comunión de los Santos –si la vives–, serás gustosamente hombre penitente. —Y entenderás que la penitencia es “gaudium, etsi laboriosum”-alegría, aunque trabajosa-: y te sentirás “aliado” de todas las almas penitentes que han sido, son y serán». «Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel».
La penitencia que nos pide el Señor, como cristianos en medio del mundo, ha de ser discreta, alegre...; que quiere pasar inadvertida, pero no deja de traducirse en abundantes hechos concretos. Por lo demás, tampoco importa mucho si alguna vez se advierte. «Si han sido testigos de tus debilidades y miserias, ¿qué importa que lo sean de tu penitencia?». Si otras personas han sido testigos de nuestro mal genio o falta de amor, o de nuestra pereza, o de otros pecados, no nos debe importar que sepan y vean que estamos reparando esas debilidades.
III. La vida del cristiano puede estar llena de esta penitencia que Dios ve: ofrecimiento de la enfermedad o del cansancio, rendimiento del propio juicio, trabajo acabado y bien hecho por amor a Dios, orden en las cosas personales.
Una penitencia especialmente grata al Señor es aquella que recoge muchas muestras de caridad y que tiende a facilitar hacia otros el camino hacia Dios, haciéndoselo más amable.
En el Evangelio de la Misa de hoy nos dice el Señor: si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Nuestro ofrecimiento al Señor debe ir acompañado de la caridad. Entre las mejores muestras de penitencia están las que hacen referencia al amor a los demás: el saber pedir perdón cuando hemos ofendido a los demás; el sacrificio que supone la formación de alguien que tenemos a nuestro cargo; la paciencia; el saber perdonar con prontitud y generosidad... A este respecto dice San León Magno: «Aunque en todo tiempo haga falta aplicarse a santificar el cuerpo, ahora sobre todo, durante los ayunos de la Cuaresma, debéis perfeccionaros por la práctica de una piedad más activa. Dad limosna, que es muy eficaz para corregirnos de nuestras faltas; pero perdonad también las ofensas, abandonad las quejas contra aquellos que os han hecho algún mal». «Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio –Iesus autem tacebat (Mt 26, 63), Jesús callaba–, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean».
Acerquémonos al altar de nuestro Dios sin el menor peso de enemistad o de rencor. Por el contrario, procuremos llevar muchas muestras de comprensión, de cortesía, de generosidad, de misericordia.
Así seguiremos a Cristo por el Vía Crucis que Él nos marcó y que le llevó a ser clavado en la Cruz: «—Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).
»Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte (...).
»Y nosotros, rota el alma de dolor, decimos sinceramente a Jesús: soy tuyo, y me entrego a Ti, y me clavo en la Cruz gustosamente, siendo en las encrucijadas del mundo un alma entregada a Ti, a tu gloria, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera».
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a encontrar muchas ocasiones para ser generosos en la entrega a quienes están a nuestro lado en el quehacer de todos los días.