Moisés, el gran líder espiritual de Israel, tiene un gesto en la primera lectura que nos enseña a actuar en favor de los que amamos. El pueblo que él está guiando se ha apartado de Dios, ha construido un becerro de oro, haciéndose dioses a su medida (también nosotros a veces) y cayendo en el pecado de la idolatría. Frena la ira de Dios, rogando e intercediendo, pidiendo una nueva oportunidad para el pueblo que se ha olvidado de su rescate liberador. Moisés insiste, suplica y Dios le escucha y le da una nueva oportunidad a su pueblo. Preciosa oración de intercesión.
¿Y yo? También estoy llamado a orar, pidiendo por aquellas personas que necesitan una nueva oportunidad, una sanación, una luz que les ayude a ver en medio de su oscuridad. Estoy llamado a llevarlas a mi oración, a hablarle de ellas a Dios, a rogar por su conversión. Todos deberíamos ser un poco Moisés, hombres y mujeres creyentes que desde el amor llevamos a Dios a todos aquellos a quienes nadie lleva. Piensa en tu oración de hoy en aquellas personas que necesiten una intercesión especial por su compleja situación de vida y preséntalas ante el Señor, con nombres y apellidos.
En el evangelio de este día, Jesús sigue explicando quién es y para qué ha venido, y sus interlocutores no lo comprenden: “Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su rostro, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no lo creéis […] Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis; si otro viene en nombre propio, a ese sí lo recibiréis.”
Lo hace en un contexto muy próximo a un desenlace que no va a ser fácilmente comprendido: su entrega por nosotros. Pues, igual que Moisés intercedió por el pueblo, Jesús se entregará Él mismo, dará su vida, por nuestra salvación; mucho más que una mera intercesión. Pagará un precio muy alto por nosotros. ¿Me doy cuenta Señor de lo que vas a hacer por mi? ¿Cómo te lo puedo agradecer?
Testimonio del Hijo
Juan 5, 31-47
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido.
Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido el testimonio que da de mí.
Vosotros mandasteis enviados donde Juan, y él dio testimonio de la verdad.
No es que yo busque testimonio de un hombre, sino que digo esto para que os salvéis.
Él era la lámpara que arde y alumbra y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz.
Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado.
Y el Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro, ni habita su palabra en vosotros, porque no creéis al que Él ha enviado.
Vosotros investigáis las escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida.
La gloria no la recibo de los hombres. Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios.
Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése le recibiréis.
¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?
No penséis que os voy a acusar yo delante del Padre. Vuestro acusador es Moisés, en quién habéis puesto vuestra esperanza.
Porque, si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí. Pero si no creéis en sus escritos, cómo vais a creer en mis palabras?
Jueves de Cuarta Semana de Cuaresma
La Santa Misa y la entrega personal
Este acto de unión con Cristo debe ser tan profundo y verdadero que penetre todo nuestro día e influya decisivamente en nuestro trabajo, en nuestras relaciones con los demás, en nuestras alegrías y fracasos, en todo. Acudamos a nuestro Ángel para evitar las distracciones cuando asistimos a la Santa Misa, y esforcémonos en cuidar con más amor este rato único de nuestro día.
I. La entrega plena de cristo por nosotros, que culmina en el Calvario, constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor por cada uno de nosotros. En la Cruz, Jesús consumó la entrega plena a la voluntad del Padre y el amor por todos los hombres, por cada uno: me amó y se entregó por mí (Gálatas 2, 20) ¿Cómo correspondo yo a su Amor? En todo verdadero sacrificio se dan cuatro elementos esenciales, y todos ellos se encuentran presentes en el sacrificio de la Cruz: sacerdote, víctima, ofrecimiento interior y manifestación externa del sacrificio, expresión de la actitud interior. Nosotros, que queremos imitar a Jesús, que sólo deseamos que nuestra vida sea reflejo de la suya, nos preguntamos hoy si sabemos unirnos al ofrecimiento de Jesús al Padre, con la aceptación de la voluntad de Dios, en cada momento, en las alegrías y contrariedades, en el dolor y en el gozo.
II. La Santa Misa y el Sacrificio de la Cruz son el mismo y único sacrificio, aunque estén separados en el tiempo: se vuelve a hacer presente la total sumisión amorosa de Nuestro Señor a la voluntad del Padre. Cristo se ofrece a Sí mismo a través del sacerdote, que actúa in persona Christi. Su manifestación externa es la separación sacramental, no cruenta, de su Cuerpo y su Sangre, mediante la transustanciación del pan y el vino. Nuestra oración de hoy es un buen momento para examinar cómo asistimos y participamos en la Santa Misa. Si tenemos amor, identificación plena con la voluntad de Dios, ofrecimiento de nosotros mismos, y afán corredentor.
III. El Sacrificio de la Misa, al ser esencialmente idéntico al Sacrificio de la Cruz, tiene un valor infinito, independientemente de las disposiciones concretas de quienes asisten y del celebrante, porque Cristo es el Oferente principal y la Víctima que se ofrece. No existe un medio más perfecto de adorar a Dios o de darle gracias por todo lo que es y por sus continuas misericordias con nosotros. También es la única perfecta y adecuada reparación, a la que debemos unir nuestros actos de desagravio. La Santa Misa debe ser el punto central de nuestra vida diaria, como lo es en la vida de la Iglesia, ofreciéndonos nosotros mismos por Él, con Él y en Él. Este acto de unión con Cristo debe ser tan profundo y verdadero que penetre todo nuestro día e influya decisivamente en nuestro trabajo, en nuestras relaciones con los demás, en nuestras alegrías y fracasos, en todo. Acudamos a nuestro Ángel para evitar las distracciones cuando asistimos a la Santa Misa, y esforcémonos en cuidar con más amor este rato único de nuestro día.
Jueves cuarta semana de Cuaresma
Cristo es una persona que me ha unido a su misión redentora y que además es mi Señor. Al ser llamados, no nos podemos quedar con el buen deseo de amarlo, tenemos que llegar a la dimensión de que Cristo es el Señor, el Creador Todopoderoso, y que, además, me ha querido unir a su don a la humanidad, al misterio de salvación que es su entrega por cada uno de los hombres.
Reflexionaremos en el gesto que tiene María de Betania con Jesucristo nuestro Señor cuando ella unge a Jesús, según narra San Juan. Este Evangelio, en el que María realiza la unción de Jesús, nos habla de una mujer que ha puesto totalmente, sin reticencias de ningún tipo y con mucha firmeza, su corazón en Jesucristo. Lo que la lleva a dar testimonio público de agradecimiento para nuestro Señor.
Esta mujer se presenta ante el mundo como fiel seguidora de Jesucristo. Es un gesto de amor, de gratitud, pero que en el fondo, es un gesto profundo de compromiso; porque la unción compromete a María a estar cada vez más cerca de Cristo.
¿Cuáles son los detalles que María de Betania muestra? Delante de todos, toma una libra de perfume de nardo puro, muy caro, unge los pies de Cristo y los seca con sus cabellos. No mide su gratitud con Aquél que es objeto de su amor. Es alguien que está convencida del bien que Cristo ha hecho en su vida, porque Cristo ha hecho un cambio profundo en ella. Detrás de todo está la sensibilidad profunda que la lleva a no medir su gratitud.
El gesto de la mujer, que es el gesto de una profunda gratitud, es el fruto de un corazón comprometido, que no sólo quiere recibir, sino dar agradecimiento. Esta dimensión cambia totalmente el gesto, porque hace de un gesto común, un detalle de amor, de donación personal, de compromiso.
Siendo Jesús un hombre discreto, que no gusta de honores, deja que María lo haga, porque Jesús ve en su corazón el compromiso personal que ella tiene con Él. Dice Jesús: “Déjala que lo guarde para el día de mi sepultura”, la estoy uniendo al misterio más grande, que es mi donación personal por la salvación de los hombres. Jesús une ese darse de María de Betania al misterio de su cruz, al gesto de su don personal en la cruz; hace que esa mujer se asocie al don que Él va a dar en la cruz. Jesús llama de esta forma al amor a María de Betania: la llama a seguirlo con decisión hasta la sepultura; hasta compartir con Él el misterio de su pasión.
Así es Jesús. Jesús, cuando ve a un alma generosa no la deja en buenos deseos sino que la une a Él. Esto es lo que el Señor ve en todas las almas a las que llama a un mayor compromiso, a las que pide un paso más de entrega: ve un corazón como el de María de Betania.
“A Mí no siempre me tendréis”. Ésta es la segunda dimensión con la que Jesús mira a María de Betania. La dimensión de una mujer que ha captado que seguir a Cristo es un compromiso exigente, firme, sin remilgos. María quizá no había entendido quién era Cristo, pero había experimentado que seguirlo a Él no puede dejar indiferente su vida, que para seguirlo tiene que transformar hasta las fibras más íntimas de su corazón. Es un implícito acto de adoración a Cristo, de adoración a Alguien que la une a su misterio doloroso, a su misterio de don al hombre, a Alguien que se convierte para ella en una persona.
Cristo es una persona que me ha unido a su misión redentora y que además es mi Señor. Al ser llamados, no nos podemos quedar con el buen deseo de amarlo, tenemos que llegar a la dimensión de que Cristo es el Señor, el Creador Todopoderoso, y que, además, me ha querido unir a su don a la humanidad, al misterio de salvación que es su entrega por cada uno de los hombres.
Si es grande el misterio de su llamada, es más grande el misterio de la respuesta de María, que se entrega en ese momento, se pone a su disposición ante la llamada a hacer del amor a Cristo un amor personal, y hacer de la decisión por Cristo una opción y una decisión eficaz, sin otro límite que el del propio corazón. Esta opción nace de la conciencia profunda de haber hecho la experiencia profunda de Cristo en su alma.
El gesto de María no tendría sentido si no fuera fruto del conocimiento personal de su opción por Cristo. Los gestos debemos llenarlos de sentido. Nuestra opción por Cristo debe tener un sentido en todas partes: en casa, en el apostolado, en la sociedad, porque los mismos gestos tienen diferente contenido, porque es una opción ofrecida a Jesucristo nuestro Señor por amor a Él.
Cada uno de nosotros tiene que ser consciente de que, por el bautismo, es una persona más unida a Cristo, porque en cada gesto, en cada detalle que hace, hay una particular donación de su vida a Jesucristo.
En nuestras vidas hay los mismos gestos, pero el amor es diferente, porque amamos con más profundidad, porque hemos sido unidos más a la sepultura del Señor, a la redención de Cristo, al misterio de la salvación de la humanidad.
Cristo es dado a la humanidad. En cierto sentido, María de Betania, por su experiencia de Cristo, es también dada a Cristo. María es de Cristo porque ha tocado, ha descubierto la dimensión personal del Señor, y para ella ser cristiana no es pertenecer a una religión, sino enamorarse de una persona, tener arraigada en el corazón a una persona. Ser cristiano es seguir a Cristo, es amar a una persona, seguirla y vivir según esa persona. Es un compromiso distinto, sobre todo cuando vemos que el compromiso nace de dos dones: el don de Cristo a mi vida y el don de mi vida a Cristo para la salvación de la humanidad, en mi ambiente, en mi casa, con los míos.
Pidámosle a Jesucristo que la unción en Betania tenga sentido en nuestras vidas, porque de la opción personal por Cristo depende todo lo que hagamos. Debemos ver a María de Betania como la mujer que ve a su Señor, se une a Él, se acerca a Él y lo experimenta personalmente.
“Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí! (Jn 5,31-47). Los judíos se concentraban tanto en las Escrituras, escudriñando, debatiendo, teorizando, que eran incapaces de ver la gloria de Dios que estaba manifestándose ante sus ojos en la persona de Jesús. “Las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, Él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su palabra no habita en vosotros, porque al que Él envió no le creéis”.
Nosotros muchas veces caemos en el mismo error; “teorizamos” nuestra fe y nos perdemos en las ramas del árbol de las Escrituras en una búsqueda de los más rebuscados análisis de las mismas, mientras desatendemos las obras de misericordia, que son las que dan verdadero testimonio de nuestra fe y, en última instancia, de la presencia de Jesús en nosotros.
Jesús dice a los judíos: “No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió Él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?” Jesús se refería al libro del Deuteronomio (que los judíos atribuían a Moisés), en el que Yahvé le dice a Moisés: “Por eso, suscitaré entre sus hermanos un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que yo le ordene. Al que no escuche mis palabras, las que este profeta pronuncie en mi Nombre, yo mismo le pediré cuenta” (Dt 18,18-19). En Jesús se cumplió esta profecía, y los suyos no le recibieron (Cfr. Jn 1,11).
Jesús se nos presenta como el “nuevo Moisés”, que intercede por nosotros ante el Padre, de la misma manera que lo hizo Moisés en la primera lectura de hoy (Ex 32,7-14) por los de su pueblo cuando adoraron un becerro de oro, haciendo que Dios se “arrepintiera” de la amenaza que había pronunciado contra ellos. Jesús llevará esa intercesión hasta las últimas consecuencias, ofrendando su vida por nosotros.
En la lectura evangélica de ayer Jesús (Jn 5,17-30) nos decía: “En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna”.
Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Hemos acogido a Jesús, escuchado su Palabra, y reconocido e interpretado justamente las grandes obras que ha hecho en nosotros? Habiéndole reconocido e interpretado sus obras, ¿seguimos sus pasos a pesar de nuestra débil naturaleza y ponemos en práctica su Palabra? ¿O somos de los que “no creemos al que (el Padre) envió”?
Durante esta Cuaresma, pidamos al Señor que reavive nuestra fe y afiance nuestro compromiso en Su seguimiento, de manera que podamos imitarle en su entrega total por nuestros hermanos. Esto incluye interceder ante el Padre por los pecadores, incluyendo aquellos que nos hacen daño o nos persiguen. Lo hemos dicho en ocasiones anteriores. El seguimiento de Jesús ha de ser radical. No hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16).
-«Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender
contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo.»
Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios:
-«¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran
poder y mano robusta?” (Ex 32, 9-11)
No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis
vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?» (Jn 5, 47).
Comentario
¿Hasta cuándo va a tener Dios paciencia con nosotros? ¿Hasta cuándo va a mantener su ofrecimiento
de perdón? Por nuestra forma de pensar y de reaccionar ante quienes nos ofenden o son injustos con nosotros, imaginamos en Dios reacciones similares: de enojo, violencia, y hasta cabe que de
venganza, o al menos de justicia.
Desde esta cultura que proyecta sobre Dios el comportamiento humano, podemos comprender el
diálogo que establece Dios con Moisés, como si estuviera cansado de aguantar tanta infidelidad y pensara la posibilidad de destruir el mundo y a todas las criaturas.
Más allá de la paciencia divina, de su opción por el ser humano al hacerse hombre en su Hijo, se
nos revela una posible vocación intercesora, no tanto para que Dios mude su voluntad, cuanto para que nosotros estemos siempre abiertos al querer divino, como mejor posibilidad de
vida.
Si la oración de intercesión que eleva Moisés tiene la respuesta del perdón divino, cuánta
misericordia alcanzará la súplica que hace el mismo Jesús por sus discípulos y por los que crean en Él por la predicación de ellos.
Nosotros podemos asociarnos a la oración de Jesús y a la oración de los santos, y aunque no
sepamos su resultado, debemos estar seguros de que nada se pierde y en el misterio de la comunión de los santos, crecerá el caudal de bendición sobre aquellos que más lo necesitan, aunque nunca
sepan de dónde les viene un momento de gracia, un hecho providente que cambia sus vidas y los deja experimentar el paso de Dios.
Puntos de reflexión
¿Te amedrentas por el falso temor de Dios, y te desanimas por causa de tus pecados? ¿Por qué, al
menos, no suplicas el perdón? ¿Crees en la oración de súplica, la ejercitas en favor de quienes tengan mayor necesidad? ¿Das gracias a Dios por los que rezan por ti?
En la primera lectura de hoy aparece el tema de infidelidad del hombre y la misericordia de Dios: dado que Moisés había desaparecido y Dios parecía encerrado en su silencio, Aarón decidió adoptar una medida “pastoral”, es decir, empleó los medios más adaptados a la mentalidad del pueblo que acababa de huir de Egipto con el fin de mantener su experiencia religiosa a través del culto al becerro de oro (Ex 32). En otras palabras, el pueblo recurrió a la idolatría, a un hecho extraño a la Alianza y destituyó al Dios que les había sacado de Egipto de su puesto. La fe verdadera no admite rebajas, tampoco adaptaciones que causan ilusiones y satisfacen nuestros deseos inmediatos, pero sin más. Dios, que se desborda de amor por nosotros nos quiere totalmente para Él.
Por eso, ante el desvío del pueblo hebreo en sus andanzas por el desierto hacia la tierra prometida, sobresale la misericordia de Dios que oye la petición de Moisés y se compadece de su pueblo, aunque sea un pueblo de dura cerviz. Él sabe de nuestras infidelidades, de nuestras debilidades, de nuestras incoherencias, pero no desiste de nosotros. En la travesía por el desierto, el pueblo sintió carencias, incluso religiosas. En este momento, cuando Moisés está ausente y Dios en aparente silencio, es que la tentación en buscar otros dioses, ídolos que pudieran responder a las necesidades inmediatas, aparecen con más fuerza.
Esto también puede pasar con nosotros: ¿Cuántos hermanos se desvían del camino de la fe y pasan a adorar otros dioses simplemente porque en sus oraciones no fueron satisfechas sus necesidades o porque consideraron que Dios no quiso hacer su voluntad? Pero esto también puede pasar con nosotros. En cierta medida, todos llevamos en nosotros, aunque escondido, nuestros “becerros de oro”. El becerro de oro puede ser cualquier cosa o persona que nos hace prescindir de Dios, nos aleja de Él y nos impide de ser agraciados por su misericordia: el poder, el honor, la riqueza, el consumo... Ídolo es todo lo que esclaviza en nombre de la libertad y nos aleja de Dios.
El camino cuaresmal es propicio para que volvamos nuestra mirada detenida en nuestra vida y reconozcamos los “becerros de oro” que hemos construido en nuestra vida a lo largo del último año. Reconocerlos y destruirlos es una actitud difícil, pero necesaria para que volvamos nuestros ojos al único que puede darnos la libertad y la vida: Jesucristo.
Cuaresma. 4ª semana. Jueves
LA SANTA MISA Y LA ENTREGA PERSONAL
— El Sacrificio de Jesucristo en el Calvario. Se ofreció a Sí mismo por todos los hombres. Nuestra entrega personal.
— La Santa Misa, renovación del sacrificio de la Cruz.
— Valor infinito de la Santa Misa. Nuestra participación en el Sacrificio. La Santa Misa, centro de la vida de la Iglesia y de cada cristiano.
I. La Primera lectura de la Misa relata la intercesión de Moisés ante Yahvé para que no castigue la infidelidad de su pueblo. Aduce argumentos conmovedores: el buen nombre del Señor ante los gentiles, la fidelidad a la Alianza hecha con Abraham y sus descendientes... A pesar de las infidelidades y los desvaríos del Pueblo elegido, el Señor perdona otra vez. Es más, el amor de Dios por su Pueblo y, por medio de él, hacia todo el género humano alcanzará la manifestación suprema: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna.
La entrega plena de Cristo por nosotros, que culmina en el Calvario, constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor por cada uno de nosotros. En la Cruz, Jesús consumó la entrega plena a la voluntad del Padre y el amor por todos los hombres, por cada uno: me amó y se entregó por mí. Ante ese misterio insondable de Amor, debería preguntarme: ¿qué hago yo por Él?, ¿cómo correspondo a su Amor?
En el Calvario, Nuestro Señor, Sacerdote y Víctima, se ofrece a su Padre celestial, derramando su Sangre, que quedó entonces separada de su Cuerpo. Cumplió así, hasta el final, la voluntad del Padre.
El deseo del Padre fue que la Redención se realizara de este modo; Jesús lo acepta con amor y máxima sumisión. Este ofrecimiento interno de Sí mismo es la esencia de Su sacrificio. Es la entrega amorosa, sin límites, a la voluntad del Padre.
En todo verdadero sacrificio se dan cuatro elementos esenciales, y todos ellos se encuentran presentes en el sacrificio de la Cruz: sacerdote, víctima, ofrecimiento interior y manifestación externa del sacrificio. La manifestación externa debe ser expresión de la actitud interior. Jesús muere en la Cruz, manifestando exteriormente –a través de sus palabras y obras– su amorosa entrega interior. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu: la misión que me encomendaste ha terminado, he cumplido tu voluntad. Él es, entonces y ahora, el Sacerdote y la Víctima: Teniendo, pues, un Sumo Pontífice, grande, que penetró en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firme la fe que profesamos. No tenemos un Sumo Pontífice que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas; antes bien, fue probado en todo, a semejanza nuestra, fuera del pecado.
Esta ofrenda interior de Jesús da significado pleno a todos los elementos externos de su sacrificio voluntario: la crucifixión, el expolio, los insultos...
El Sacrificio de la Cruz es único. Sacerdote y Víctima son una sola y la misma divina persona: el Hijo de Dios encarnado. Jesús no fue ofrecido al Padre por Pilato o por Caifás, o por la multitud congregada a sus pies. Él fue quien se entregó a Sí mismo. En todo momento de su vida terrena, Jesús vivió en una perfecta identificación con la voluntad del Padre, pero es en el Calvario donde la entrega del Hijo alcanza su expresión suprema.
Nosotros, que queremos imitar a Jesús, que solo deseamos que nuestra vida sea reflejo de la suya, debemos preguntarnos en nuestra oración de hoy si sabemos unirnos al ofrecimiento de Jesús al Padre, con la aceptación de la voluntad de Dios, en cada momento, en las alegrías y en las contrariedades, en las cosas que ocupan cada día nuestro, en los momentos más difíciles, como puede ser el fracaso, el dolor o la enfermedad, y en los momentos fáciles en que sentimos al alma llena de gozo.
«Madre y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre: non mea voluntas... (Lc 22, 42): no se haga mi voluntad, sino la de Dios».
II. Para meditar hoy sobre la unidad que existe entre el Sacrificio de la Cruz y la Santa Misa, fijemos nuestra atención en la oblación interior que Cristo hace de Sí mismo, con una total entrega y sumisión amorosa a su Padre. La Santa Misa y el Sacrificio de la Cruz son el mismo y único sacrificio, aunque estén separados en el tiempo; se vuelve a hacer presente, no las circunstancias dolorosas y cruentas del Calvario, sino la total sumisión amorosa de Nuestro Señor a la voluntad del Padre. Ese ofrecimiento interno de Sí mismo es idéntico en el Calvario y en la Misa: es la oblación de Cristo. Es el mismo Sacerdote, la misma Víctima, la misma oblación y sumisión a la voluntad de Dios Padre; cambia la manifestación externa de esta misma entrega: en el Calvario, a través de la Pasión y Muerte de Jesús; en la Misa, por la separación sacramental, no cruenta, del Cuerpo y de la Sangre de Cristo mediante la transustanciación del pan y del vino.
El sacerdote en la Misa es únicamente el instrumento de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Cristo se ofrece a Sí mismo en cada una de las Misas del mismo modo que lo hizo en el Calvario, aunque ahora lo hace a través de un sacerdote, que actúa in persona Christi. Por eso «toda Misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrificio que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz».
El mismo Cristo, en cada Misa, se ofrece manifestando la amorosa entrega a su Padre celestial, expresada ahora por la Consagración del pan y, separadamente, la Consagración del vino. Este es el momento culminante –la esencia, el núcleo– de la Santa Misa.
Nuestra oración de hoy es buen momento para examinar cómo asistimos y participamos en la Santa Misa. «¿Estáis allí con las mismas disposiciones con que la Virgen Santísima estaba en el Calvario, tratándose de la presencia de un mismo Dios y de la consumación de igual sacrificio?». Amor, identificación plena con la voluntad de Dios, ofrecimiento de sí mismo, afán corredentor.
III. El Sacrificio de la Misa, al ser esencialmente idéntico al Sacrificio de la Cruz, tiene un valor infinito. En cada Misa se ofrece a Dios Padre una adoración, acción de gracias y reparación infinitas, independientemente de las disposiciones concretas de quienes asisten y del celebrante, porque Cristo es el Oferente principal y la Víctima que se ofrece. Resulta, por tanto, que no existe un modo más perfecto de adorar a Dios que el ofrecimiento de la Misa, en la cual su Hijo Jesucristo es ofrecido como Víctima, actuando Él mismo como Sumo Sacerdote.
No hay tampoco un modo más perfecto de dar gracias a Dios por todo lo que es y por sus continuas misericordias para con nosotros: nada en la tierra puede resultar más grato a Dios que el Sacrificio del altar. Cada vez que se celebra la Santa Misa, a causa de la infinita dignidad del Sacerdote y de la Víctima, se repara por todos los pecados del mundo: se trata de la única perfecta y adecuada reparación, a la que debemos unir nuestros actos de desagravio. Es el único sacrificio adecuado que podemos ofrecer los hombres, y a través de él pueden cobrar un valor infinito nuestro quehacer diario, nuestro dolor y nuestras alegrías. La Santa Misa «es realmente el corazón y el centro del mundo cristiano». En este Santo Sacrificio «está grabado lo que de más profundo tiene la vida de cada uno de los hombres: la vida del padre, de la madre, del niño, del anciano, del muchacho y de la muchacha, del profesor y del estudiante, del hombre culto y del hombre sencillo, de la religiosa y del sacerdote. De cada uno sin excepción. He aquí que la vida del hombre se inserta, mediante la Eucaristía, en el misterio del Dios viviente».
Los frutos de cada Misa son infinitos, pero en nosotros se encuentran condicionados por nuestras personales disposiciones y, por ello, limitados.
Nuestra Madre la Iglesia nos invita a participar en el acto más sublime que cada día ocurre, de una forma consciente, activa y piadosa. De un modo particular hemos de procurar estar atentos y recogidos en el momento de la Consagración; en estos instantes procuraremos penetrar en el alma de quien es a la vez Sacerdote y Víctima, en su amorosa oblación a Dios Padre, como ocurrió en el Calvario. Este Sacrificio será entonces el punto central de nuestra vida diaria, como lo es de toda la liturgia y de la vida de la Iglesia. Nuestra unión con Cristo en el momento de la Consagración será más plena cuanto más lo sea nuestra identificación con la voluntad de Dios, cuanto mayores sean nuestras disposiciones de entrega. En unión con el Hijo ofrecemos al Padre la Santa Misa, y al propio tiempo nos ofrecemos nosotros mismos por Él, con Él y en Él. Este acto de unión debe ser tan profundo y verdadero que penetre todo nuestro día e influya decisivamente en nuestro trabajo, en nuestras relaciones con los demás, en nuestras alegrías y fracasos, en todo.
Si cuando llegue la Comunión Jesús nos encuentra con estas disposiciones de entrega, de identificación amorosa con la voluntad de Dios Padre, ¿qué otra cosa hará sino derramar en nosotros el Espíritu Santo, con todos sus dones y gracias? Tenemos muchas ayudas para vivir bien la Santa Misa. Entre otras, la de los ángeles, que «siempre están allí presentes en gran número para honrar este santo misterio. Juntándonos a ellos y con la misma intención, forzosamente hemos de recibir muchas influencias favorables de esta compañía. Los coros de la Iglesia militante se unen y se juntan con Nuestro Señor, en este divino acto, para cautivar en Él, con Él y por Él, el corazón de Dios Padre, y para hacer eternamente nuestra su misericordia». Acudamos a ellos para evitar las distracciones, y esforcémonos en cuidar con más amor ese rato único en el que estamos participando del Sacrificio de la Cruz.