Hace unos años, alguien a quien quería y quiero mucho, fue intervenida de un agresivo cáncer un día como hoy. Por la mañana temprano, al escuchar la primera lectura, tuve la convicción de que el Señor -el Amado del Cantar- la esperaba y la llamaba en el quirófano. No sabía si para vivir o para morir, pero le decía: “levántate amada mía, hermosa mía, y ven”.
Y así fue. La operación no pude realizarse. Ya no se podía hacer nada. Sólo quedaba esperar y procurar la mejor calidad posible de vida. Fue poco tiempo y fue un tiempo duro. Pero en todo momento sentí que lo que para mí era un dolor insoportable, para ella era un encuentro esperado.
Os cuento esto porque nunca más pude escuchar o leer este pasaje sin recordar vivamente aquellos meses y aquella persona, tan importante para mí. Y también porque, dentro del dolor, aquella experiencia me da esperanza para seguir viviendo con la certeza de que algún día Él también me espera y me llamará a mi. Y habrá un encuentro.
Toda nuestra vida se reduce -al final- a encuentros. Como María e Isabel en Ain Karem. Como el Amado y la amada del Cantar. Como conocer a personas que nos hacen mejores y nos cambian la vida.
Queda muy poco para Navidad. Otro encuentro, que no por repetirlo cada año deja de ser crucial. Ojalá no lo olvidemos. Ojalá cuidemos cada encuentro con el Otro y los otros, como si fuera el primero y el último. La alegría saltará también en nuestras entrañas. Así lo pido hoy para ti y para mi, para todos nosotros.
« ¡Portones! alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la Gloria. » (Antífona de Entrada, Cf. Sal 23, 7)
« Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí. » (Antífona de Comunión, Lc 1, 46.49)
«"Puer natus est nobis, filius datus est nobis" (Is 9,5).
En las palabras del profeta Isaías, proclamadas en la primera Lectura, se encierra la verdad sobre la Navidad, que esta noche revivimos juntos.
Nace un Niño. Aparentemente, uno de tantos niños del mundo. Nace un Niño en un establo de Belén. Nace, pues, en una condición de gran penuria: pobre entre los pobres.
Pero Aquél que nace es "el Hijo" por excelencia: Filius datus est nobis. Este Niño es el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre. Anunciado por los profetas, se hizo hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de una Virgen, María.
Cuando, dentro de poco cantemos en el Credo "... et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et homo factus est", todos nos arrodillaremos. Meditaremos en silencio el misterio que se realiza: "Et homo factus est"! Viene a nosotros el Hijo de Dios y nosotros lo recibimos de rodillas.
"Y la Palabra se hizo carne" (Jn 1,14). En esta noche extraordinaria la Palabra eterna, el "Príncipe de la paz" (Is 9,5), nace en la mísera y fría gruta de Belén.
"No temáis, dice el ángel a los pastores, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor" (Lc 2,11). También nosotros, como los pastores desconocidos pero afortunados, corramos para encontrar al que cambió el curso de la historia.
En la extrema pobreza de la gruta contemplamos a "un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2,12). En el recién nacido inerme y frágil, que da vagidos en los brazos de María, "ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres" (Tt 2,11). Permanezcamos en silencio y adorémosle!» (Misa de Medianoche, Homilía de S.S. Juan Pablo Navidad, 24 de diciembre de 2003).
Señor y Dios nuestro, a cuyo designio se sometió la Virgen Inmaculada aceptando, al anunciárcelo el ángel, encarnar en su seno a tu Hijo: tú que la has transformado, por obra del Espíritu Santo, en templo de tu divinidad, concédenos siguiendo su ejemplo, la gracia de aceptar tus designios con humildad de corazón. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Adviento. 18 de diciembre
LA VIRGINIDAD DE MARÍA. NUESTRA PUREZA
— Virginidad, celibato apostólico y matrimonio.
— La santa pureza en el matrimonio y fuera de él. Los frutos de esta virtud. La pureza, necesaria para amar.
— Medios para vivir esta virtud.
I. La Virginidad de María es un privilegio íntimamente unido al de la Maternidad divina, y armoniosamente relacionado con la Inmaculada Concepción y la Asunción gloriosa. María es la Reina de las vírgenes: «la dignidad virginal comenzó con la Madre de Dios».
La Virgen es el ejemplo acabado de toda vida dedicada por completo a Dios.
La renuncia al amor humano por Dios es una gracia divina que impulsa y anima a entregar el cuerpo y el alma al Señor con todas las posibilidades que el corazón posee. Dios es entonces el único destinatario de este amor que no se comparte. Es en Él donde el corazón encuentra su plenitud y su perfección, sin que exista la mediación de un amor terreno. Entonces el Señor concede un corazón más grande para querer en Él a todas las criaturas.
La vocación a un celibato apostólico –por amor del Reino de los Cielos– es una gracia especialísima de Dios y uno de los dones más grandes a su Iglesia. «La virginidad –dice Juan Pablo II– mantiene viva en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y empobrecimiento. Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre (Cfr. 1 Cor 7, 32) (...), la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande; es más, hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por eso, la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios.
»Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia según el designio de Dios».
A los llamados, por una específica vocación divina, a la renuncia del amor humano, el Señor les pide todo el afecto de su corazón, y encuentran en Él la plenitud del amor y de la vida afectiva. Vivir la virginidad o el celibato apostólico significa vivir la perfección del amor, y «dan al alma, al corazón y a la vida externa de quien los profesa, aquella libertad de la que tanta necesidad tiene el apóstol para poderse prodigar en el bien de las otras almas. Esta virtud, que hace a los hombres espirituales y fuertes, libres y ágiles, los habitúa al mismo tiempo a ver a su alrededor almas y no cuerpos, almas que esperan luz de su palabra y de su oración, y caridad de su tiempo y de su afecto.
»Debemos amar mucho el celibato y la castidad perfecta, porque son pruebas concretas y tangibles de nuestro amor de Dios y son, al mismo tiempo, fuentes que nos hacen crecer continuamente en este mismo amor».
«La virginidad y el celibato apostólico no solo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman».
La Iglesia necesita siempre de gentes que entreguen su corazón indiviso al Señor como hostia viva, santa, agradable a Dios. La Iglesia necesita también familias santas, hogares cristianos, que sean verdadera levadura de Cristo y den al Señor muchas vocaciones de entrega plena a Dios.
II. Para solteros y casados, la Virginidad de María es también una llamada a vivir con finura la santa pureza, indispensable para contemplar a Dios y para servir a nuestros hermanos los hombres. Esta virtud quizá chocará frontalmente con el ambiente y no será entendida por muchas personas cegadas por el materialismo; incluso será combatida con celo. Sin embargo, nos es absolutamente necesaria incluso para ser un poco más humanos y poder mirar a Dios. Esta virtud es imprescindible para ser contemplativos.
El Espíritu Santo ejerce una acción especial en el alma que vive con delicadeza la castidad. La santa pureza produce en el alma muchos frutos: agranda el corazón y facilita un desarrollo normal de la afectividad; da una alegría íntima y profunda aun en medio de contrariedades; posibilita el apostolado; fortalece el carácter ante las dificultades; nos hace más humanos, con más capacidad de entender y de compadecernos de los problemas de los demás.
La impureza provoca insensibilidad en el corazón, aburguesamiento y egoísmo. La lujuria incapacita para amar y crea en el hombre el clima propicio para que se den en el alma, como hierbas malas, todos los vicios y deslealtades. «Mirad que el que está podrido por la concupiscencia de la carne, espiritualmente no logra andar, es incapaz de una obra buena, es un lisiado que permanece tirado como un trapo. ¿No habéis visto a esos pacientes con parálisis progresiva, que no consiguen valerse, ni ponerse de pie? A veces, ni siquiera mueven la cabeza. Eso ocurre en lo sobrenatural a los que no son humildes y se han entregado cobardemente a la lujuria. No ven, ni oyen, ni entienden nada. Están paralíticos y como locos. Cada uno de nosotros debe invocar al Señor, a la Madre de Dios, y rogar que nos conceda la humildad y la decisión de aprovechar con piedad el divino remedio de la confesión».
Le pedimos al Señor en nuestra oración de hoy que tenga misericordia de nosotros y que nos ayude a tener una mayor finura con Él: «¡Jesús, guarda nuestro corazón!, un corazón grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado, rebosante de caridad para Ti, para servir a todas las almas».
III. En este día podemos ofrecerle a la Virgen la entrega de nuestro corazón y una lucha más delicada en esta virtud de la santa pureza, que le es tan especialmente grata y que tantos frutos tiene en nuestra vida interior y en el apostolado.
Siempre ha enseñado la Iglesia que, con la ayuda de la gracia, y en este caso especialmente con la ayuda de los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, se puede vivir esta virtud en todos los momentos y circunstancias de la vida, si se ponen los medios oportunos. «¿Qué quieres que hagamos? ¿Subirnos al monte y hacernos monjes? –le preguntaban a San Juan Crisóstomo–, y él responde: eso que decís es lo que me hace llorar: que penséis que la modestia y la castidad son propias solo de los monjes. No. Cristo puso leyes comunes para todos. Y así, cuando dijo el que mira a una mujer para desearla (Mt 5, 28), no hablaba con el monje, sino con el hombre de la calle...».
La santa pureza exige una conquista diaria, porque no se adquiere de una vez para siempre. Y puede haber épocas en que la lucha sea más intensa y haya que recurrir con más frecuencia a la Santísima Virgen y poner, quizá, algún medio extraordinario.
Para alcanzar esta virtud lo primero que necesitamos es humildad, que tiene una manifestación clara e inmediata en la sinceridad en la dirección espiritual. La misma sinceridad conduce a la humildad. «Acordaos de aquel pobre endemoniado, que no consiguieron liberar los discípulos; solo el Señor obtuvo su libertad, con oración y ayuno. En aquella ocasión obró el Maestro tres milagros: el primero, que oyera: porque cuando nos domina el demonio mudo, se niega el alma a oír; el segundo, que hablara; y el tercero, que se fuera el diablo».
Otros medios para cuidar esta virtud serán las mortificaciones pequeñas habituales, que facilitan el tener sujeto al cuerpo en sus justos límites. «Si queremos guardar la más bella de todas las virtudes, que es la castidad, hemos de saber que ella es una rosa que solamente florece entre espinas y, por consiguiente, solo la hallaremos, como todas las demás virtudes, en una persona mortificada».
«Cuidad esmeradamente la castidad, y también aquellas otras virtudes que forman su cortejo –la modestia y el pudor–, que resultan como su salvaguarda. No paséis con ligereza por encima de esas normas que son tan eficaces para conservarse dignos de la mirada de Dios: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía –la valentía de ser cobarde– para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia».
Llevamos este gran tesoro de la pureza en vasos de barro, inseguros y quebradizos; pero tenemos todas las armas para vencer y para que, con el tiempo, esta virtud vaya ganando en finura, es decir, en una mayor ternura con el Señor. «Terminamos este rato de conversación en la que tú y yo hemos hecho nuestra oración a Nuestro Padre, rogándole que nos conceda la gracia de vivir esa afirmación gozosa de la virtud cristiana de la castidad.
»Se lo pedimos por intercesión de Santa María, que es la pureza inmaculada. Acudimos a Ella –tota pulchra!–, con un consejo que yo daba, ya hace muchos años, a los que se sentían intranquilos en su lucha diaria para ser humildes, limpios, sinceros, alegres, generosos. Todos los pecados de tu vida parece como si se pusieran de pie. No desconfíes. Por el contrario, llama a tu Madre Santa María, con fe y abandono de niño. Ella traerá el sosiego a tu alma»