Con la ayuda y el favor de Dios, el que esto escribe va a tratar de meditar acerca del Adviento en el tiempo, llamado fuerte, que la Iglesia católica establece como tal para antes de la venida del Mesías. Son tres semanas en las que vamos a tratar de acercarnos a lo que, espiritualmente hablando, es un tiempo de gozo y de esperanza.
Siempre viene
Lo que anida en el corazón del creyente católico es saber que Dios nunca lo abandona. Es más, que nunca ha abandonado a la parte de la Creación que llamó semejanza suya.
La esperanza es, como suele decirse, lo último que se pierde. Pero para un hijo de Dios que sabe que lo es y que se incardina en el seno de la Esposa de Cristo, es mucho más.
Espera quien sabe que lo que ha de venir, vendrá. Es decir, tiene la seguridad de que verá el tiempo propicio de la llegada de lo esperado. Y goza, así, tan sólo con imaginar lo que será cuando llegue.
Como sabemos, de los viajes, o de cualquier otra realidad que se espera, es muy bueno tal tiempo, el de esperar. Pero, así como, en muchas ocasiones, es mejor el tiempo de espera que la llegada de lo que se espera (es como un ansia que da vida al corazón del hombre y lo nutre de proyectos que están por llegar), no es poco cierto que, en este tiempo, en Adviento, la regla deja de aplicarse y es, digamos, la excepción que la confirma. Y es que aquí, el tiempo de espera no es mejor que lo que llegará sino, al contrario, lo que ha de venir, Jesucristo, es la culminación del tiempo y lo que Dios ha dado al mundo para que el mundo se salve.
Siempre viene.
Es posible que haya quien diga (porque así lo crea o como pose espiritual) que ya está aquí otra vez este tiempo de Adviento. Le debe parecer como algo sin importancia y que, a base de ser repetido, ha perdido el interés que el hombre pone en cada cosa que hace.
Sin embargo, es más que cierto que manifestar un tal pensamiento supone no haber captado, en su totalidad (seguramente en nada) lo que es que Dios quiera que se salve la humanidad y que decida enviar a su único engendrado y no creado para que, en efecto, se salve la creación que consideró “muy buena” al ser creada de la nada.
Es, para nosotros (los fieles católicos), algo así como la perfección del amor que quiere que llegue su meta. Y esperamos porque sabemos que siempre viene, que siempre ha de venir Quien fue enviado por Dios Todopoderoso.
Siempre viene Quien es necesitado. Por eso, admiramos hasta el extremo la santísima Voluntad de Dios que ha querido que nosotros, sus hijos creados, miremos hacia la noche de Belén, desde la distancia de los días (escasos, es cierto) y veamos que cuando nazca aquel Niño (tan especial que unos reyes se le postraron y adoraron) se habrá hecho persona, materia, el Espíritu Santo de Dios y Dios se habrá hecho hombre. Y nosotros, que otro año habremos empezado el tiempo de Adviento sabremos que todo está más que bien hecho y mejor pensado por Quien, pudiendo hacer otra cosa, hizo esto.
Siempre viene. Y nosotros, que esperamos con esperanza y sin desesperación, no somos más que hermanos que ansían la llegada del más pequeño y grande de entre los hijos de Dios. Al fin y al cabo, no somos más, ni menos, que imágenes de un Dios Creador. Por eso siempre vuelve Quien vino para quedarse entre los hombres. Y aquí permanece.
Ahora, sin embargo, ahora mismo, damos el primer paso hacia una Noche que, por Buena, no deja de, por repetida, maravilla de la Creación, de la nueva Creación. Y es que Dios, que lo quiso, lo pudo y lo hizo.
Adviento. 1ª semana. Lunes
PREPARARNOS PARA RECIBIR A JESÚS
— Alegría del Adviento. Alegría al recibir al Señor en la Sagrada Comunión.
— Señor, yo no soy digno... Prepararnos para recibir al Señor. Imitar en sus disposiciones al Centurión de Cafarnaúm.
— Otros detalles referentes a la preparación del alma y del cuerpo para recibir con fruto este sacramento. La Confesión frecuente.
I. El Salmo 121, que leemos en la Misa de hoy, era un canto de los peregrinos que se acercaban a Jerusalén: Qué alegría –recitaban los peregrinos al aproximarse a la ciudad– cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor». Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Esta alegría es imagen también del Adviento, en el que cada día que transcurre es un paso más hacia la celebración del nacimiento del Redentor. Es además imagen de la alegría que experimenta nuestro corazón cuando nos acercamos bien dispuestos a la Sagrada Comunión.
Es inevitable que, junto a esta alegría, nos sintamos cada vez más indignos, a medida que se aproxima el momento de recibir al Señor, y si decidimos hacerlo, es porque Él quiso quedarse bajo las apariencias de pan y de vino precisamente para servir de alimento y, por tanto, de fortaleza para los débiles y enfermos. No se quedó para ser premio de los fuertes, sino remedio de los débiles. Y todos somos débiles y nos encontramos algo enfermos.
Toda preparación debe parecernos poca, y toda delicadeza insuficiente para recibir a Jesús. Así exhortaba San Juan Crisóstomo a sus fieles para que se dispusieran dignamente a recibir la Sagrada Comunión: «¿Acaso no es un absurdo tener tanto cuidado de las cosas del cuerpo que, al acercarse la fiesta, desde muchos días antes prepares un hermosísimo vestido..., y te adornes y embellezcas de todas las maneras posibles, y, en cambio, no tengas ningún cuidado de tu alma, abandonada, sucia, escuálida, consumida de hambre...?».
Si alguna vez nos sentimos fríos o físicamente desganados no por eso vamos a dejar de comulgar. Procuraremos salir de este estado ejercitando más la fe, la esperanza y el amor. Y si se tratara de tibieza o de rutina, está en nuestras manos el remover esa situación, pues contamos con la ayuda de la gracia. Pero no debemos confundir otros estados, por ejemplo de cansancio, con la situación de una mediocridad espiritual aceptada o de una rutina que crece por días. Cae en la tibieza el que no se prepara, el que no pone lo que está en su mano para evitar las distracciones cuando Jesús viene a su corazón. Es tibieza acercarse a comulgar manteniendo nuestra imaginación con otras cosas y pensamientos. Tibieza es no dar importancia al sacramento que se recibe.
La digna recepción del Cuerpo del Señor será siempre una oportunidad para encendernos en el amor. «Habrá quien diga: por eso, precisamente, no comulgo más a menudo, porque me veo frío en el amor (...). Y ¿porque te ves frío quieres alejarte del fuego? Precisamente porque sientes helado tu corazón debes acercarte más a menudo a este Sacramento, siempre que alimentes sincero deseo de amor a Jesucristo. Acércate a la Comunión –dice San Buenaventura– aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se halla uno, tanta mayor necesidad tiene del médico».
Nosotros, al pensar en el Señor que nos espera, podemos cantar llenos de gozo en lo más íntimo de nuestra alma: ¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor...!
El Señor se alegra también cuando ve nuestro esfuerzo por estar bien dispuestos para recibirle. Meditemos sobre los medios y el interés que ponemos en preparar la Santa Misa, en evitar las distracciones y desechar la rutina, en que nuestra acción de gracias sea intensa y enamorada, de forma que nos haga estar unidos a Cristo todo el día.
II. El Evangelio de la Misa nos trae las palabras de un hombre gentil, un centurión del ejército romano.
Estas palabras están recogidas en la liturgia de la Misa desde muy antiguo, y han servido para la preparación inmediata de la Comunión a los cristianos de todos los tiempos: Domine, non sum dignus —Señor, yo no soy digno.
Los jefes judíos de la ciudad pidieron a Jesús que aliviara la pena de este gentil, curando a un siervo suyo al que estimaba mucho, que estaba a punto de morir. La razón por la que deseaban favorecerle era que les había construido una sinagoga.
Cuando Jesús estuvo cerca de la casa, el centurión pronunció las palabras que se repiten en todas las Misas (diciendo «alma» en lugar de «siervo»): Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi siervo quedará sano. Una sola palabra de Cristo sana, purifica, alienta y llena de esperanza.
El centurión es un hombre con profunda humildad, generoso, compasivo y con un altísimo concepto de Jesús. Como es gentil, no se atreve a dirigirse personalmente al Señor, sino que envía a otros, que considera más dignos, para que intercedan por él. Fue la humildad, comenta San Agustín, «la puerta por donde el Señor entró a posesionarse del que ya poseía».
La fe, la humildad y la delicadeza se unen en el alma de este hombre. Por esto, la Iglesia nos propone su ejemplo y sus mismas palabras como preparación para recibir a Jesús cuando viene a nosotros en la Sagrada Comunión: Señor, yo no soy digno...
La Iglesia nos invita no solo a repetir sus palabras, sino a imitar sus disposiciones de fe, de humildad y de delicadeza. «Queremos decir a Jesús que aceptamos su inmerecida y singular visita, multiplicada sobre la tierra, hasta llegar a nosotros, hasta cada uno de nosotros, y decirle también que nos sentimos atónitos e indignos de tanta bondad, pero felices; felices de que se nos haya concedido a nosotros y al mundo; también queremos decirle que un prodigio tan grande no nos deja indiferentes e incrédulos, sino que pone en nuestros corazones un entusiasmo gozoso, que no debería nunca faltar en los verdaderos creyentes».
Es admirable observar cómo aquel centurión de Cafarnaúm quedó doblemente unido al sacramento de la Eucaristía: por las palabras que el sacerdote y los fieles dicen antes de comulgar en la Misa, y porque fue en la sinagoga de Cafarnaúm, que él había construido, donde Jesús dijo por primera vez que debíamos alimentarnos de su Cuerpo para tener vida en nosotros: Este es el pan bajado del cielo –dijo Jesús–; no como el pan que comieron los padres y murieron; el que come este pan vivirá para siempre. Y precisa San Juan: Esto lo dijo enseñando en Cafarnaúm, en la sinagoga.
III. Prepararnos para recibir al Señor en la Comunión significa en primer lugar recibirle en gracia. Cometería una gravísima ofensa, un sacrilegio, quien fuera a comulgar en pecado mortal. Nunca debemos acercarnos a recibir al Señor si hay una duda fundada de haber cometido un pecado grave de pensamiento, de palabra o de obra. Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Por ello, continúa San Pablo: Examínese el hombre a sí mismo y entonces coma el pan y beba el cáliz, pues el que sin discernir come y bebe el Cuerpo del Señor, se come y se bebe su propia condenación.
«Hay que recordar al que libremente comulga el mandato: Que se examine cada uno a sí mismo (1 Cor 11, 28). Y la práctica de la Iglesia declara que es necesario este examen para que nadie, consciente de pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la Sagrada Eucaristía sin que haya precedido la Confesión sacramental».
«La participación en los beneficios de la Eucaristía depende además de la calidad de las disposiciones interiores, pues los Sacramentos de la nueva ley, al mismo tiempo que actúan ex opere operato, producen un efecto tanto mayor cuanto más perfectas son las condiciones en las que se reciben».
De ahí la conveniencia de una esmerada preparación del alma y del cuerpo: deseos de purificación, de tratar con delicadeza este santo sacramento, de recibirlo con la mayor piedad posible. Es una excelente preparación la lucha por vivir en presencia de Dios durante el día, y el hecho mismo de procurar cumplir lo mejor posible nuestros deberes cotidianos, sintiendo, cuando cometemos un error, la necesidad de desagraviar al Señor llenando la jornada de acciones de gracias y de comuniones espirituales Así se hará habitual, poco a poco, que en el trabajo, en la vida de familia, en las diversiones, en cualquier actividad tengamos el corazón puesto en el Señor.
Junto a estas disposiciones interiores, y como su necesaria manifestación, están las del cuerpo: el ayuno prescrito por la Iglesia, las posturas, el modo de vestir, etcétera, que son signos de respeto y reverencia.
Pensemos al terminar nuestra oración cómo recibió María a Jesús después del anuncio del Ángel. Pidámosle que nos enseñe a comulgar «con aquella pureza, humildad y devoción» con que Ella le recibió en su Seno bendito, «con el espíritu y fervor de los Santos», aunque nos sintamos indignos y poca cosa.
La primera semana de Adviento y parte de la segunda constituyen el ciclo de Isaías (presente, por lo demás, durante todo este tiempo litúrgico): el ciclo de la promesa mesiánica, que se cumple en
Jesús, como nos recuerda cada día el texto evangélico.
El primer rasgo de esta promesa mesiánica es su universalidad. Aunque se haga a Israel, no se trata de una afirmación de exclusividad nacional o religiosa. La visión que afirma el monte del Señor
y la ciudad santa, lo contempla como un punto de confluencia de todos los pueblos y naciones, que encontrarán en el cumplimiento de la promesa el camino de la paz, el fin de las enemistades.
¿Significa esto que para acceder a la salvación del Dios de Israel es necesario convertirse en judío? Algo de esto (un resto de nacionalismo) hay en el universalismo mesiánico de los profetas.
En Jesús se cumplen plenamente las antiguas promesas, pero en gran parte de modo distinto a como lo imaginaron los profetas y lo esperaban sus contemporáneos. Dios no se deja atrapar por nuestros esquemas, los supera siempre. Así, en lo que hace al universalismo de la promesa mesiánica, vemos hoy que no queda resto alguno de nacionalismo o de sometimiento de las otras naciones al pueblo elegido.
El centurión romano es un enemigo de Israel, un ocupante, representante de una fuerza poderosa y arrogante. Pero tanto en sus entrañas de misericordia hacia el criado enfermo, como en su actitud humilde ante Cristo (“no soy digno”), que reconoce su propia impotencia y confiesa su confianza en el poder de Jesús, se está cumpliendo la profecía de Isaías: se convierte en representante de esos pueblos que confluyen a Jerusalén, y que están forjando arados de las espadas, de las lanzas podaderas. Sabe lo que es el poder, el mando, pero también lo que significa estar sometido, ser obediente (“yo también vivo bajo disciplina”). Sabe, en suma, lo que es la responsabilidad. Y como responsable, se ocupa del bien de los que están bajo su cuidado. Pero descubriendo también los límites de su poder, acude al que reconoce como Señor de la vida y de la muerte, a uno que está sometido sólo a la voluntad salvífica del Padre y que tiene poder para dar órdenes sobre la vida y la muerte. Lo que cumple la visión universalista de Isaías es sólo la fe, la confianza que genera esperanza. Pero la esperanza no es la pasividad de esperar sentados. Hay que preparar el encuentro, ponerse en camino, acercarse al monte Sión. En este pagano descubrimos lo que significa vivir en vela, lo que es una esperanza activa: vivir con responsabilidad para mandar y para obedecer, tener entrañas de misericordia para con los que sufren, ir al encuentro del que puede salvarnos, hacerlo con fe y confianza. Hacer de intercesor ante Dios, ante Jesús, de la salvación ajena: el extranjero se integra así, sólo por su misericordia y su fe, en el pueblo sacerdotal.
Desde hace siglos los cristianos repetimos las palabras del centurión antes de recibir la comunión. Tal vez sería bueno que meditáramos en ellas releyendo este texto evangélico: qué significa decir esas palabras, a qué nos compromete. En primer lugar, a avivar nuestra fe y confianza en el poder salvador de Jesús; además, a ponernos al servicio de un ministerio eucarístico: no vamos a la Eucaristía ni acudimos a Jesús sólo a pedir por nosotros, sino también como intercesores de los que sufren, de los alejados, de los que todavía no han encontrado el camino al monte del Señor, en el que Jesús acoge, cura y salva.