12 ¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y una de ellas se pierde, ¿no deja las noventa y nueve restantes en la montaña, para ir a buscar la que se extravió? 13 Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se extraviaron. 14 De la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños.
(Mateo 18, 12-14)
Reflexión
Cristo vino a reconciliarnos con el Padre, y al hacerlo, ofreció la satisfacción de este anhelo de felicidad que preocupa al corazón humano. El amor es nuestro origen y nuestro destino. Nuestro anhelo de felicidad es un anhelo de amor. Siendo creados para amar y ser amados, buscamos cumplir con nuestro propósito. “Dios es amor (1 Juan 4,8), y nuestro anhelo de felicidad es a final de cuentas un anhelo de Dios.
El Catecismo de la Iglesia Católica no pierde el tiempo en hablar de esta verdad. El punto de apertura del capítulo uno, sección uno, dice: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”.
Nuestro deseo de felicidad es parte de la condición humana. Nuestra búsqueda de felicidad es una búsqueda de Dios. Es el mejor dispositivo de localización, diseñado para atraernos suavemente hacia nuestro hogar eterno. Dios nos crea, pone este deseo dentro de nosotros y nos envía al universo. Lo hace sabiendo que tarde o temprano, si logramos reunir la mínima cantidad de humildad, el deseo de felicidad nos llevará de vuelta a Él…porque nadie más y nada más puede satisfacerlo.
Nuestro anhelo de felicidad es un anhelo de unión con nuestro Creador.. Las palabras de Agustín resuenan en cada lugar, en cada tiempo y en cada momento: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti, Señor”.
Meditación
¿Cuando me sentí perdido, sin dirección? ¿Estaba Dios presente al encontrar mi camino de regreso? ¿Donde he visto a Dios buscándome?
Oración
Dios de la paz, tú me cuidas con un amor tierno que es profundo y verdadero. Este Adviento, mientras lucho con mis faltas y fracasos humanos, permíteme buscar consuelo en ti y ser reconciliado en tu paz. Mi alma descansa en tu bondad y misericordia.
Adviento es tiempo de espera y esperanza. Hoy Isaías dice: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios… Hablad al corazón de Israel…”
Amigo/a, estas palabras son también para ti estés en la situación que estés e interiormente te encuentres en aflicción, duda, pecado, o alegría, paz, tranquilidad… Son palabras que Dios dirige al corazón de sus hijos para que comprendamos que Él está con nosotros en cada momento y circunstancia de la vida; que Él nos acompaña de cerca y está a nuestro lado como un padre con su hijo. No hay mayor y más grata experiencia que sentirse consolado y protegido por alguien en todo momento y situación. Ese amor da seguridad, confianza y firmeza para vivir, luchar y seguir adelante a pesar de todo.
Y termina la lectura presentándonos a Dios como el pastor que apacienta su rebaño, lo reúne, lleva en brazos los corderos y cuida de las madres. ¡Qué ternura, cariño y delicadeza para con sus ovejas (nosotros)! Al fin de cuentas todos somos sus hijos, ¡y eso es lo fundamental e importante! Para Dios como pastor las ovejas es lo verdaderamente importante.
Jesús en el Evangelio de hoy nos vuelve a hablar del pastor que sale a buscar la oveja perdida y al encontrarla se alegra más por ella que por las noventa y nueve que dejó en el redil. Y termina “Lo mismo vuestro Padre del cielo, no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños”.
Dios nos quiere a todos, cierto, pero hay una predilección especial por “los pequeños”, es decir los necesitados, los pobres, los excluidos, los marginados… El amor de Dios es más tierno y cariñoso con los que más carencias tienen. Y esto lo he vivido yo durante mis años de Misionero en Paraguay, viendo la Providencia de Dios en cada momento del día y cómo actuaba Dios en medio de tanta miseria y pobreza.
En América hoy celebramos a San Juan Diego Cuauhtlatoalzin, el indio santo. Que él y la Virgen de Guadalupe intercedan por toda América en estado de Misión Continental.
El consuelo es un bien preciado que quizá hemos desvirtuado. Hay consuelos que vienen como un susurro, como una caricia y otros consuelos nos gritan, nos zarandean, nos quieren espabilar, como nos dice Isaías.
Se puede llegar a un grado de acomodo y falso bienestar, que ni siquiera sabemos decirnos de dónde nos viene la tristeza o la falta de motivación. Es entonces cuando un grito a tiempo, aunque molesto, es la mejor caricia y el mejor de los consuelos. Nos saca de nuestra “zona de confort”, nos obliga a mover ficha.
Eso sí, para que un grito nos consuele tiene que venir de alguien que nos conozca y nos quiera. Como Dios: ¡abrid caminos, moveos, haced algo!, ¡vuestros desconsuelos vienen de vuestra propia indiferencia y seguridad!, ¿no lo veis?
Dicho de otra forma: ¿no nos haría mucho bien dejar de sentirnos parte de las 99 ovejas seguras y reconocer la necesidad que todos tenemos de que nos busquen, nos encuentre, nos cuiden?, ¿acaso no tenemos todos alguna dimensión de nuestra vida algo perdida, alejada, necesitada de un buen pastor?
Y por si fuera poco, este Buen Pastor nuestro, trae con Él mismo su salario. Su recompensa le precede. Antes que llegue a tomarnos en brazos ya habremos notado todo el bien que nos reporta. Solo hay que dejar que venga a por nosotros. El en persona nos cuida.
Adviento. 2ª semana. Martes
NUESTROS PECADOS Y LA CONFESIÓN
— Confesión de los pecados y propósito de enmienda. Confesión individual, auricular y completa.
— Ante el mismo Jesucristo. Confesión frecuente.
— Cada Confesión, un bien para toda la Iglesia. La Comunión de los Santos y el sacramento de la Penitencia.
I. Una voz grita en el desierto: preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa un camino para nuestro Dios. Que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece, y lo escabroso se iguale.
El mejor modo de disponer nuestra alma al Señor que llega es preparar muy bien la Confesión. La necesidad de este sacramento, fuente de gracia y de misericordia a lo largo de toda nuestra vida, se pone especialmente de manifiesto en este tiempo en el que la liturgia de la Iglesia nos impulsa y nos anima a esperar la Navidad.
Ella nos ayuda a rezar pidiendo: Señor Dios, que para librar al hombre de la antigua esclavitud del pecado enviaste a tu Hijo a este mundo; concede, a los que esperamos con devoción su venida, la gracia de tu perdón soberano y el premio de la libertad verdadera.
La Confesión es también el sacramento, junto a la Sagrada Eucaristía, que nos dispone para el encuentro definitivo con Cristo al fin de nuestra existencia. Toda nuestra vida es un continuado adviento, una espera del instante último para el que no dejamos de prepararnos día tras día. Nos consuela pensar que es el mismo Señor quien ardientemente desea que estemos con Él en la tierra nueva y en el cielo nuevo que nos tiene preparados.
Cada Confesión bien hecha es un impulso que recibimos del Señor para seguir adelante, sin desánimos, sin tristezas, libres de nuestras miserias. Y Cristo nos dice de nuevo: Ten confianza, tus pecados te son perdonados, hijo mío, vuelve a empezar... Es Él mismo quien nos perdona después de la humilde manifestación de nuestras culpas. Confesamos nuestros pecados «a Dios mismo, aunque en el confesonario los escuche el hombre-sacerdote. Este hombre es el humilde y fiel servidor de ese gran misterio que se ha realizado entre el hijo que retorna y el Padre».
«Las causas del mal no deben buscarse en el exterior del hombre, sino, sobre todo, en el interior de su corazón. También su remedio parte del corazón. Por consiguiente los cristianos, mediante la sinceridad en su propio empeño de conversión, deben rebelarse frente al achatamiento del hombre, y proclamar con su propia vida la alegría de la verdadera liberación del pecado (...) mediante un sincero arrepentimiento, de un firme propósito de enmienda, y de una firme confesión de las culpas».
Para quienes han caído en pecado mortal después del Bautismo, este sacramento es tan necesario para la salvación como lo es el Bautismo para los que aún no han sido regenerados a la vida sobrenatural: «es el medio para saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo Redentor». Y es de tanta importancia para la Iglesia, que «los sacerdotes pueden verse obligados a posponer o incluso dejar otras actividades por falta de tiempo, pero nunca el confesonario».
Todos los pecados mortales cometidos después del Bautismo, y las circunstancias que modifiquen su especie, deben pasar por el tribunal de la Penitencia, en una Confesión auricular y secreta con absolución individual.
El Santo Padre nos pide a todos que hagamos cuanto esté en nuestras manos «para ayudar a la comunidad eclesial a apreciar plenamente el valor de la Confesión individual como un encuentro personal con el Salvador misericordioso que nos ama, y a ser fieles a las directrices de la Iglesia en un asunto de tanta importancia».
«No podemos olvidar que la conversión es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser sustituido por otros, no puede hacerse “reemplazar” por la comunidad».
II. La Confesión, además de ser completa en lo que se refiere a los pecados graves, ha de ser sobrenatural: conscientes de que vamos a pedir perdón al mismo Señor, a quien hemos ofendido, pues todo pecado, también aquellos que se refieren a nuestros hermanos, son ofensa directa a Dios.
La Confesión hecha con sentido sobrenatural es un verdadero acto de amor a Dios, se oye a Cristo en la intimidad del alma que dice, como a Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Y con las mismas palabras de este apóstol le podremos también decir: Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te. Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo..., a pesar de todo.
Después del pecado mortal, la mayor desgracia para el alma es el pecado venial, pues nos priva de muchas gracias actuales. Cada pequeña infidelidad es un gran tesoro perdido: disminuye el fervor de la caridad, aumenta las dificultades para la práctica de las virtudes, que cada vez se presentan como más difíciles; y predispone al pecado mortal, que llegará si no se reacciona con prontitud.
La Comunión y la Confesión frecuentes son la mejor ayuda en la lucha para evitar los pecados veniales. En la Confesión obtenemos, además, específicas gracias para evitar esos defectos y pecados de los que nos hemos acusado y arrepentido. Amar la Confesión frecuente es síntoma de finura de alma, de amor a Dios; su desprecio o indiferencia sugiere falta de delicadeza interior y, frecuentemente, verdadero endurecimiento para lo sobrenatural.
La frecuencia de la Confesión viene determinada por las particulares necesidades de nuestra alma. Cuando una persona esté seriamente determinada a cumplir la voluntad de Dios en todo y ser del todo de Dios, tendrá verdadera necesidad de acudir a este sacramento con más frecuencia y puntualidad: «la confesión renovada periódicamente, llamada “devoción”, siempre ha acompañado en la Iglesia el camino de la santidad».
III. La reconciliación de cada hombre con Dios y con la Iglesia en el sacramento de la Penitencia es uno de los actos más íntimos y personales del hombre. Muchas cosas fundamentales cambian en el santuario de la conciencia en cada Confesión. A la vez, no podemos olvidar que este sacramento entraña una profunda e inseparable dimensión social. Muchas cosas cambian también en el ámbito familiar, en el estudio, en el trabajo, con los amigos, etcétera, de la persona que se confiesa.
El pecado, porque es la mayor tragedia para el hombre, produce un profundo descentramiento en quien lo comete. Y quien está descentrado, descentra también a quien tiene a su alrededor. En el sacramento de la Penitencia, el Señor coloca de nuevo las cosas en su sitio; además de perdonar el pecado, introduce en el alma el orden y la armonía perdidos.
Una Confesión bien hecha es un gran regalo a todos aquellos que conviven y trabajan con nosotros; también se beneficia de ella otra muchísima gente con la que nos relacionamos todos los días. Se hacen y se dicen las cosas de muy diferente manera cuando hemos recibido a su tiempo la gracia de este sacramento.
Cuando un fiel se confiesa, también se opera un bien incalculable en toda la Iglesia. Toda Ella se alegra y se enriquece misteriosamente cada vez que el sacerdote pronuncia las palabras de la absolución. Por la Comunión de los Santos, cada Confesión tiene sus resonancias bienhechoras en todo el Cuerpo Místico de Cristo.
En la vida íntima de la Iglesia –de la que Cristo es la piedra angular– cada fiel sostiene a los demás con sus buenas obras y merecimientos y es a la vez sostenido por ellos. Todos nos necesitamos y, de hecho, estamos continuamente participando de bienes espirituales comunes. Nuestros propios merecimientos están ayudando a nuestros hermanos los hombres repartidos por toda la tierra; así mismo, el pecado, la tibieza, los pecados veniales, el aburguesamiento, son lastre para todos los miembros de la Iglesia peregrina: si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos lo otros a una se gozan.
«Es esta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que “toda alma que se eleva, eleva al mundo”. A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana».
Cuando alguien se acerca con buenas disposiciones a la Confesión es un momento de alegría para el propio penitente y para todos. Cuando encuentra la dracma, llama a sus amigas y vecinas y les dice: Alegraos conmigo. Los bienaventurados del Cielo, las benditas almas del Purgatorio, y la Iglesia que todavía peregrina en este mundo se alegran cada vez que se imparte una absolución.
«Desatar» los vínculos del pecado es al mismo tiempo atar los nudos de la fraternidad. ¿No deberíamos ir a este sacramento con más alegría y con más prontitud, sabiendo que estamos ayudando, por el mismo hecho de confesarnos bien, a tantos otros cristianos y especialmente a quienes están más cerca de nosotros?
Pidamos a Dios con la Iglesia: que la presencia de tu Hijo, ya cercano, nos renueve y nos libre de volver a caer en la antigua servidumbre de pecado